Azágar
Esta
mañana me llamaron por teléfono, me dijeron que Papá Manuel está desaparecido,
que la tarde del 31 de diciembre del 2001 había salido a la calle por una
botella de vino para hacer el brindis por Año Nuevo y no volvió.
Mi
visión de él lo sitúa al atardecer, en una calle silenciosa, en Primero de Mayo.
Un viejo bote bocabajo, descolorido por la sal de viejos mares; un pedazo de
cielo cruzado por algunas sombras como si se trataran de pájaros de grandes
alas; la brisa fría, desde una de las bocacalles, sopla buscando velas que
hinchar; suena, sin saberse dónde, una lejana corneta de panadero, se respira cierta
tristeza o nostalgia.
Tiene
los rasgos de un chino “aperuanado”: menudo, piel curtida por el sol, groseras
arrugas que no corresponden al tiempo, sino a haber estado expuesto a climas
duros, cabellos ligeramente canos, bigote y barba mal afeitados. Está recostado
sobre la pared lateral de la casa. Lleva chompa gruesa, oscura, cuello de
marinero; pantalón azul marino, zapatos negros. Tiene las manos en los
bolsillos, la postura algo encorvada y mira, con falsa distracción, hacia uno y
otro lado de la calle. Cuando pasa un conocido lo saluda con un movimiento de
cabeza. Parece un marinero varado en tierra, quizá, un pirata.
Al
verme llegar, me observa sin sobresalto. Cuando estamos cerca, me dice, levantando
la cabeza a modo de saludo: “¿Qué hubo?”. Antes que pueda responderle, me pregunta
si he visto a la mamá María por la esquina. Su voz suena a queja: intercala un
“¡ah!” a intervalos como una muletilla. “Ya vendrá”, le digo y me acomodo a su
lado. Entonces escudriñando en sus recuerdos, me cuenta cómo conoció a la
abuela María. En aquellos días, ella era cocinera y él obrero en un campamento
minero, en la sierra de Ancash. “Tenía un hijo, pero no fue un impedimento”, dice,
“lo único que importaba era que fuera una mujer buena y trabajadora”. Yo digo “¡claro!”,
dándole la razón. Él intercala sus muletillas “¡Ah!” y “¡Así es pues oiga!” y continúa:
“Después vinieron los otros hijos y los criamos en el pueblo de Sihuas”. Allí les
fue bien: llegaron a tener una tienda, la mejor del lugar. Sin embargo se
vinieron a Chimbote buscando un mejor porvenir atraídos por el boom pesquero. Empezaron
a construir la casa en Primero de Mayo y a vender comida fuera de la sala de
cine Vinasisa, en Villa María. Después vinieron los nietos y siguieron siendo felices
a su modo.
Pero
como su narración nunca es lineal, da un salto, me habla de Haya de La Torre y
cómo los antiguos militantes apristas marcharon a zapatazo firme a tomar la
plaza, durante la época de la revolución del 32, en Trujillo. Me dice que él es
de allá, de la hacienda azucarera Laredo, donde tiene un hermano: Santiago Cruz.
Asegura haber nacido en navidad y ser descendiente de los primeros chinos que
llegaron al Perú a trabajar en los ingenios del norte. Parece preguntarme si he
estado cerca, si sé algo de su familia y de uno que otro conocido. Me da
nombres. Se refiere a su pueblo como si se tratara de un lugar pequeño donde
todos se conocen. No me atrevo a desilusionarlo, diciéndole que es claro que ha
cambiado mucho, que el tiempo también ha pasado por allá. Tampoco a preguntarle
por qué salió de allá, ni por qué no vuelve si se le nota que la extraña igual
que a los suyos: se queda en silencio mirando hacia el vacío como si viera las
imágenes de sus recuerdos y algo se quiebra dentro de él, tal vez una promesa
incumplida. “No, no he ido últimamente”, le digo.
Da
otro salto, y de cañero de Laredo, pasa
a ser canillita, lustrador de zapatos en las calles del centro de Lima, llenador
de buses, chef de cocina china, gitano, jornalero, pastor de ganado en la puna,
tendero, minero de socavón…. Vuelve a hablarme de la mamá María, sin pasar
antes por cada presidente como si los viera de nuevo.
Me
gusta escucharlo. Lo que me cuenta sabe a invento, a ficción, cual artilugio de
un excelente narrador que ha pasado por muchas plazas relatándolas. Tiene una
memoria prodigiosa, cita con precisión fechas importantes; describe climas y
lugares, dibuja muy bien a sus personajes, y, en cada pasaje, su rostro cambia;
cualidades que lo emparentan con los grandes aedos y rapsodas griegos, los
juglares medievales y a haravicos quechuas.
Pero
aunque en casa, los hijos y nietos sepamos muy poco de la familia que él dejó
atrás, papá Manuel es nuestro Manco Capac o Ayar Manco, patriarcas que
enseñaron a los primeros quechuas su cultura. Es un tipo que prepondera los
valores y leyes familiares: A la hora de las comidas, todos deben estar
sentados a la mesa; usar bien los cubiertos; cuando llega la hora de dormir, se
apagan las luces; se sale a la calle bien peinados.
Es
muy querendón con los animales. Siempre lo vemos sentado en el gran banco,
junto a la mesa de la cocina, jugando con su gato, el “Chaveta”. A quien le
coge una pata, una oreja y el rabo. El felino le da de zarpazos. Él retira la
mano y ríe del animal, que se divierte. A la hora de las comidas, le reserva la
mejor parte. Pues, aunque la mamá María se enoje y le reprenda, aprovechará un
descuido para darle a comer de su plato la mejor presa: una suculenta pierna de
pollo, argumentando que los animalitos sienten.
Pero
ahora, papá Manuel está perdido. Se le ha buscado por entre los pantanos de
Villa María, temiendo lo peor; se ha recorrido a pie las avenidas Pardo y
Meigs, porque alguien dijo haberlo visto por la iglesia Virgen de la Puerta”. Cada
aviso que nos dan es un ir en su búsqueda. Toda la familia está unida en la
cruzada, el llanto y la desesperación nos embarga, la esperanza de encontrarlo
se nos escapa de las manos.
Han
pasado ya tres semanas. Al fin ha aparecido el pobre, la policía de Camino Real
lo ha encontrado vagando por las chacras, al oeste de la ciudad. Está muy sucio
y enfermo y han tenido que hospitalizarlo en el hospital Regional. El
diagnóstico médico: neumonía; además, pérdida parcial de memoria a causa de un
tumor cerebral.
Lo
peor que el tiempo puede hacerle a los hombres, es quitarle sus recuerdos. Mi
abuelo se confunde, naufraga en el océano de su pasado desarticulado, sin poder
volver a casa. Ya no me saluda con su habitual expresión: “¿Qué hubo?”. Nos
desconoce como el viejo quijote que luchaba contra falsos gigantes y andaba por
el mundo, montado en su Rocinante, pregonando su lealtad a su damisela
Dulcinea.
Poco
antes de morir, pareció tener un momento de lucidez. Después de recomendar a mi
abuela –que en realidad confundió con una de sus hijas–: “Ña María, cuidas a
los muchachos”, dijo: ¡Viva el Apra! “¡Viva Alianza Lima! ¡Viva el Perú!