domingo, 22 de noviembre de 2015

Mi abuelo Manuel, “El Gran Barba Azul”





Azágar

Esta mañana me llamaron por teléfono, me dijeron que Papá Manuel está desaparecido, que la tarde del 31 de diciembre del 2001 había salido a la calle por una botella de vino para hacer el brindis por Año Nuevo y no volvió.
Mi visión de él lo sitúa al atardecer, en una calle silenciosa, en Primero de Mayo. Un viejo bote bocabajo, descolorido por la sal de viejos mares; un pedazo de cielo cruzado por algunas sombras como si se trataran de pájaros de grandes alas; la brisa fría, desde una de las bocacalles, sopla buscando velas que hinchar; suena, sin saberse dónde, una lejana corneta de panadero, se respira cierta tristeza o nostalgia.
Tiene los rasgos de un chino “aperuanado”: menudo, piel curtida por el sol, groseras arrugas que no corresponden al tiempo, sino a haber estado expuesto a climas duros, cabellos ligeramente canos, bigote y barba mal afeitados. Está recostado sobre la pared lateral de la casa. Lleva chompa gruesa, oscura, cuello de marinero; pantalón azul marino, zapatos negros. Tiene las manos en los bolsillos, la postura algo encorvada y mira, con falsa distracción, hacia uno y otro lado de la calle. Cuando pasa un conocido lo saluda con un movimiento de cabeza. Parece un marinero varado en tierra, quizá, un pirata.
Al verme llegar, me observa sin sobresalto. Cuando estamos cerca, me dice, levantando la cabeza a modo de saludo: “¿Qué hubo?”. Antes que pueda responderle, me pregunta si he visto a la mamá María por la esquina. Su voz suena a queja: intercala un “¡ah!” a intervalos como una muletilla. “Ya vendrá”, le digo y me acomodo a su lado. Entonces escudriñando en sus recuerdos, me cuenta cómo conoció a la abuela María. En aquellos días, ella era cocinera y él obrero en un campamento minero, en la sierra de Ancash. “Tenía un hijo, pero no fue un impedimento”, dice, “lo único que importaba era que fuera una mujer buena y trabajadora”. Yo digo “¡claro!”, dándole la razón. Él intercala sus muletillas “¡Ah!” y “¡Así es pues oiga!” y continúa: “Después vinieron los otros hijos y los criamos en el pueblo de Sihuas”. Allí les fue bien: llegaron a tener una tienda, la mejor del lugar. Sin embargo se vinieron a Chimbote buscando un mejor porvenir atraídos por el boom pesquero. Empezaron a construir la casa en Primero de Mayo y a vender comida fuera de la sala de cine Vinasisa, en Villa María. Después vinieron los nietos y siguieron siendo felices a su modo. 
Pero como su narración nunca es lineal, da un salto, me habla de Haya de La Torre y cómo los antiguos militantes apristas marcharon a zapatazo firme a tomar la plaza, durante la época de la revolución del 32, en Trujillo. Me dice que él es de allá, de la hacienda azucarera Laredo, donde tiene un hermano: Santiago Cruz. Asegura haber nacido en navidad y ser descendiente de los primeros chinos que llegaron al Perú a trabajar en los ingenios del norte. Parece preguntarme si he estado cerca, si sé algo de su familia y de uno que otro conocido. Me da nombres. Se refiere a su pueblo como si se tratara de un lugar pequeño donde todos se conocen. No me atrevo a desilusionarlo, diciéndole que es claro que ha cambiado mucho, que el tiempo también ha pasado por allá. Tampoco a preguntarle por qué salió de allá, ni por qué no vuelve si se le nota que la extraña igual que a los suyos: se queda en silencio mirando hacia el vacío como si viera las imágenes de sus recuerdos y algo se quiebra dentro de él, tal vez una promesa incumplida. “No, no he ido últimamente”, le digo.
Da otro salto,  y de cañero de Laredo, pasa a ser canillita, lustrador de zapatos en las calles del centro de Lima, llenador de buses, chef de cocina china, gitano, jornalero, pastor de ganado en la puna, tendero, minero de socavón…. Vuelve a hablarme de la mamá María, sin pasar antes por cada presidente como si los viera de nuevo.
Me gusta escucharlo. Lo que me cuenta sabe a invento, a ficción, cual artilugio de un excelente narrador que ha pasado por muchas plazas relatándolas. Tiene una memoria prodigiosa, cita con precisión fechas importantes; describe climas y lugares, dibuja muy bien a sus personajes, y, en cada pasaje, su rostro cambia; cualidades que lo emparentan con los grandes aedos y rapsodas griegos, los juglares medievales y a haravicos quechuas.
Pero aunque en casa, los hijos y nietos sepamos muy poco de la familia que él dejó atrás, papá Manuel es nuestro Manco Capac o Ayar Manco, patriarcas que enseñaron a los primeros quechuas su cultura. Es un tipo que prepondera los valores y leyes familiares: A la hora de las comidas, todos deben estar sentados a la mesa; usar bien los cubiertos; cuando llega la hora de dormir, se apagan las luces; se sale a la calle bien peinados.
Es muy querendón con los animales. Siempre lo vemos sentado en el gran banco, junto a la mesa de la cocina, jugando con su gato, el “Chaveta”. A quien le coge una pata, una oreja y el rabo. El felino le da de zarpazos. Él retira la mano y ríe del animal, que se divierte. A la hora de las comidas, le reserva la mejor parte. Pues, aunque la mamá María se enoje y le reprenda, aprovechará un descuido para darle a comer de su plato la mejor presa: una suculenta pierna de pollo, argumentando que los animalitos sienten.
Pero ahora, papá Manuel está perdido. Se le ha buscado por entre los pantanos de Villa María, temiendo lo peor; se ha recorrido a pie las avenidas Pardo y Meigs, porque alguien dijo haberlo visto por la iglesia Virgen de la Puerta”. Cada aviso que nos dan es un ir en su búsqueda. Toda la familia está unida en la cruzada, el llanto y la desesperación nos embarga, la esperanza de encontrarlo se nos escapa de las manos.
Han pasado ya tres semanas. Al fin ha aparecido el pobre, la policía de Camino Real lo ha encontrado vagando por las chacras, al oeste de la ciudad. Está muy sucio y enfermo y han tenido que hospitalizarlo en el hospital Regional. El diagnóstico médico: neumonía; además, pérdida parcial de memoria a causa de un tumor cerebral.
Lo peor que el tiempo puede hacerle a los hombres, es quitarle sus recuerdos. Mi abuelo se confunde, naufraga en el océano de su pasado desarticulado, sin poder volver a casa. Ya no me saluda con su habitual expresión: “¿Qué hubo?”. Nos desconoce como el viejo quijote que luchaba contra falsos gigantes y andaba por el mundo, montado en su Rocinante, pregonando su lealtad a su damisela Dulcinea.
Poco antes de morir, pareció tener un momento de lucidez. Después de recomendar a mi abuela –que en realidad confundió con una de sus hijas–: “Ña María, cuidas a los muchachos”, dijo: ¡Viva el Apra! “¡Viva Alianza Lima! ¡Viva el Perú!

EL SECRETO DE MIS DOS NOMBRES



“Quién sabe si ése no soy yo. El mismo diamante, observado de diferentes ángulos o distintos ojos, nunca es el mismo. Digamos que sólo vemos lo que queremos, olvidándonos que uno mismo puede ser tantos a la vez”.

No, no he podido olvidarlo, la tarde que, con mamá visitábamos las tumbas de la abuela y de hermano Richard, me topé con la de un tal Tomás Célis y pregunté si se trataba de mi bisabuelo. Mamá me respondió que no estaba muy segura que, en todo caso, se lo preguntara a papá, quien tampoco supo asegurármelo. Decepcionado, sentí pena por mi bisabuelo, tristeza de que lo hubieran olvidado: su tumba, que era una de las más abandonadas, tenía la lápida amarillenta y lucía llena de polvo, sin ninguna flor.
Desde muy chico me explicaron que mi primer nombre se debía a él. Quien había sido un hombre muy importante y querido en la hacienda El Carmelo. El segundo correspondía al de mi abuelo materno, un tal Santiago García, natural de Santiago de Chuco, muerto durante la revolución aprista; a quien mi madre jamás conoció, pero que se refería con mucho cariño. Se sabía que había sido un hombre muy trabajador y grande de estatura que, cuando montaba en burro, los pies le arrastraban.
Desde siempre, yo había preferido Santiago porque me parecía propio y natural, ya que era el que mi madre me había dado desde su vientre. El otro me resultaba impostor, porque papá me lo dio a última hora, cuando supo que mamá estaba grave y que yo iba a morir (estaba mal del corazón y tuvieron que bautizarme para que me vaya al cielo), además ellos estaban separados. Pero, aunque yo rechazaba que me llamaran Tomás, papá enseñó a decírselo a toda la familia. En cambio, mamá prefería llamarme Negro. Nunca me rendía y hasta inventé eso de que mis dos nombres se peleaban en mí, haciéndome dos personas.
    Tomás es sumiso, obediente, sin voluntad, torpe, un niño triste. En cambio, Santiago es guerrero, inteligente, decidido, preciso, optimista.
    ¡Vaya, hijo! –decía tía Gregoria–, a mí me parece que los dos nombres son bonitos.
    Pero yo no quiero; me gusta Santiago.
    ¿Por qué, Tomasito?
    Tomás me recuerda a que iba a morir.
    No debes pensar en eso, Tomás es el nombre de un discípulo de Jesús.
    Santiago también.  Yo sólo quiero ser Santiago. Tomás me da pena –protestaba.
    A lo mejor, hijo, vas a ser una persona muy importante como tu abuelo –apelaba tía Gregoria–. Quizá él te ha salvado por una razón especial.
    ¡A lo mejor! –respondía encogido de hombros.

Sin embargo saber que se ha estado a punto de morir es una cosa muy triste, es como tener una marca en la frente, también estar un poco muerto y vivir de prestado. Eso me asustaba mucho. Sobre todo cuando mamá se lo cuenta a nuestras visitas:

    Mi Tomasito estuvo a punto de morir cuando nació, por eso su papá le puso Tomás como su abuelo.

Y éstas abren las bocas admiradas y me miran apesadumbrados, como si les inspirara lástima. Aquello me provoca ganas de llorar mucho por mí, por mi mala suerte.

Cuando sé es niño no se entiende muchas cosas, como por ejemplo, por qué el cielo es azul o la Tierra redonda, ni por qué se habla de un dios y de un demonio. Pero aunque no entendía qué era la muerte, aun así, la gente moría siempre. Con frecuencia, mamá hablaba de los muertos familiares, entre ellos sus padres y un hermano mío. “Se encuentran bien”, me decía cada vez que oraba, “están en el cielo”. Mas, años después, cuando los visité en un cementerio, supe que no era así.
Sin embargo no entendí lo que pudo haberme pasado si no hasta que a hermana Margot se le murió su niña de pocos meses de nacida. No recuerdo su funeral ni dónde la enterraron, sólo que la devoró el olvido y eso, tal vez, fue lo primero que supe de la muerte y tuve temor de que algo así pudiera pasarme. Después de esta experiencia triste, vino otra. Se trataba de la primogénita de José y hermana Mery. El suceso fue de ilusiones rotas para los recién casados. José se quedaba viendo las vestimentas y los juegos que desde meses atrás había comprado para cuando llegara su niña. Fue el primer velorio al que asistí, además en casa. Recuerdo el rostro de la recién nacida detrás del vidrio de la ventanita del ataúd blanco. El viaje al cementerio, en la camioneta de mi padre, fue largo. Cruzamos la ciudad hasta un rudimentario cementerio, lleno de desalineados crucifijos de madera apostados en tierra. Enterraron a la pequeña en un hoyo cerca de un puente, gravaron su nombre en una cruz y nunca más la volvimos a ver.
Cuando doña Amada, la mamá de Manuel y Danilo, nuestros vecinos, falleció a causa de un cáncer (vi las velas brillar en la oscuridad de su choza de esteras), Manuel bajó de peso y enfermó. “Tuberculosis”, dijo mamá. Desde entonces el pobre no salía y mis hermanos iban a visitarlo. Mamá le daba a comer fruta y a beber mucha leche. Yo, en cambio, lo expiaba de lejos; no soporta verlo sufrir. Cuando murió, mucha gente abarrotó su casa, el corralón y el callejón. Después, don Floro y lo que quedaba de su familia se mudaron al pueblo de Huamán. El nuevo dueño de la casa la cercó con un gran muro.
También César y Jorge Leiva perdieron a su madre más adelante y creo que la cosa fue igual de dura, porque un hombre, al igual que un niño, no sabe cómo llevar bien una casa.
Pero esa tarde que vi el nombre, mi nombre, en la lápida, algo cambió en mí; creo que empecé a querer a mi abuelo. Me preguntaba cómo habría sido conmigo de habernos conocido. He oído decir a mis mayores que los abuelos, por su misma experiencia, son mejores padres con los nietos, ya que corrigen con ellos sus errores que tuvieron como padres. Después de observarlos, puedo afirmar que el dicho es cierto: engríen a los pequeños. Viéndolos, extrañaba a mi abuelo y no quería que esté muerto. “Es la ley de la vida”, decía mamá y la tía Gregoria, “se van para que lleguen otros”. Pensé que mi abuelo me había dado su lugar. “Me quiere mucho y me cuida desde donde está”. “Abuelito, ¿me cuentas una historia?”. “Sí, hijito, pero antes debes acostarte y recibir un beso”. “Sí, claro, abuelito; pero te quedarás hasta que me duerma”. Sí, hijito, te lo prometo”. “Abuelito, dime cómo era papá de niño”. “Era exactamente como tú, cabezón, quería saber todo; un niño muy bueno y obediente”. Entonces me hablaría del campo y de las distancias, me enseñaría a sembrar y ordeñar vacas y a cuidar animales; todo eso que mi padre no me ha enseñado. Pienso también en mi otro abuelo, el que mató la revolución, nadie sabe dónde está, lo más seguro es que esté enterrado en una de las fosas comunes en Chan Chan.
Yo creo que es triste decir: “No tengo abuelo”, es como ser doblemente huérfano. Pero yo no lo soy, los tengo aunque estén muertos. No se los he dicho a mamá y a papá, que sé que ese Tomás Celis que está en el cementerio Miraflores de Trujillo es mi bisabuelo, mucho menos que voy todos los sábados por las mañanas a limpiar su lápida, a ponerle flores y a platicar con él, le doy las gracias por haberme salvado y por haberme legado su nombre, sí porque yo soy Tomás Santiago.

lunes, 31 de agosto de 2015

ESTRELLA AZUL DE VISTA ALEGRE


Todavía recuerdo al maestro César Balarezo decir, en la radio: “Estrella Azul de Vista Alegre el equipo sensación, hace magia aquí en el gramado del Mansiche” y yo los imaginaba en la mejor de sus tardes. El maestro comentaba: “Miren cómo driblea Arteaga, se saca a uno a dos a tres; es un correcaminos”, refiriéndose a nuestro goleador "Peche"; “Los hermanos Andrade hacen jugarretas, son malcriados en el centro del campo, adelantan sus líneas, dan pases como si lo hicieran con las manos”, ahora se refería a los “Huayrocos”; pero como el contrincante también golpeaba, lleno de emoción gritaba, “¡Qué atajada imposible ha hecho el guardameta Modesto Paredes, tiene resortes en los pies!”. Y yo imaginaba y cerraba el puño susurrando: “¡Bravo, Mollejas!”.
Vista Alegre siempre ha sido tierra de futbolistas; en sus polvorientas calles se jugaba con pasión como si se hiciera en el mejor de los estadios y ante un rival olímpico. Todos éramos rivales cuando jugábamos los intercalles, los de Ayacucho, los de Sánchez Carrión, los de Melgar, los de Avelino Cáceres, los de la avenida Huamán, los de la veintiocho, pero cuando jugaba nuestro equipo, Estrella Azul, todos éramos uno. Los domingos íbamos a verlo a su local de la calle Melgar, primero cerca de la casa de los Lavado Vargas, después frente a la de los Lozano. Entonces éramos testigos de cómo el entrenador, pizarra en mano, le repasaba a cada jugador la táctica a seguir. Luego, abrazábamos a nuestros ídolos, augurándoles suerte en el juego y salíamos en caravana detrás de ellos; cruzábamos las calles de la urbanización Santa Edelmira, si el partido estaba programado en el campo de la JAP, en la avenida Larco; o recorríamos la avenida Tres de Octubre, si era en el campo de La Polvareda (hoy estadio Vista Alegre), en Los Manguitos.
Ya en la cancha, nuestros jugadores eran guerreros, unos espartanos legendarios, que competían por el honor y el amor a la tierra, gigantes de uniforme blanco con bordes azules y la estrella de cinco puntas sobre el corazón. Destacaban los “Huayrocos” o debo decir los hermanos Andrade, “Chanchi”, “Negro Blondy”; nuestro goleador “Peche”, Fredy Lozano, William Risco, nuestro golero Modesto Paredes “Mollejas”. La barra alentaba en todo momento, se contagiaba, vivía el partido, saludaba al árbitro con los mejores y renovados adjetivos que enriquecían nuestra lengua y dejaban boquiabiertos a los distinguidos académicos de la RAE. Cada gol del equipo provocaba una nube de polvo y grito ensordecedor: “¡Vamos, Estrella!”. Sin embargo, las cosas no siempre resultaban y en el entretiempo, el entrenador “Negro Riega” exhortaba a sus dirigidos, llamándolos respetuosamente señor y apellido seguido y corregía estrategias, aunque algunas veces, en el calor de la competencia, el jugador dejaba de lado sus indicaciones y hacia lo que la tribuna le pedía y acertaba. Entonces la barra revivía. Se abrazaban los muchachos, gritaban las muchachas. “¡Vamos, Estrella!”, decía la Empera. ¡Vamos!, repetía la Malena. Y algo más agudo la Flora. Ganaran o perdieran, por la tarde, al ocultarse el sol, se bebía caña, vino, cerveza; se tañían las guitarras.
Nuestro rivales de entonces eran los equipos: Blas F.C (con los que sosteníamos partidos interesantes, peleadísimos y de mucha emoción), La academia Morán, Alianza Vista Alegre, Racing Club, DEBA y el UBA.
En toda casa de Vista Alegre, se contaba con que cada niño creciera para continuar con la tradición futbolista y pertenecer al primer equipo. Era un honor que las madres alimentaban en sus hijos y los padres inculcaban desde muy pequeños. En lo personal, yo no seguí este camino; “no tenía madera ni pasta para ello”, como decían mis mayores. Por ejemplo, Hermano Edgardo aseguraba que yo no jugaba bien, era demasiado lento para mirar y pasar el balón, además toreaba en vez de llevar, entonces me mandaba a la banca o me culpaba de perder los partidos cuando jugábamos en la avenida Huamán.
No sabía que, en secreto, anhelaba ser portero y pararme, algún día, entre los tres palos del arco del Estrella Azul. Por eso, cuando todo mundo andaba en la escuela, y el parque de los columpios, vacío, me colgaba de los travesaños de los arcos de la cancha de fulbito, fingiendo ser un estupendo guardameta. Incluso, algunas tardes, entrenaba con César Leyva en la calle Melgar, enfrente de la casa del carismático Pochito. En la escuela, atajé un par de veces sustituyendo a la “Pulga Briones” quien me enseñó un par de buenos movimientos, como dominar mi área y atrapar el balón en los tiros de esquina. Entonces, jugábamos en un descampado ubicado entre las avenidas Larco y Dos de mayo (hoy coliseo municipal) No obstante, mi carrera de futbolista fue corta: terminó la tarde que, por patear un penal con la punta del pie, quebré un vidrio de la ventana en casa de Pochito y aunque éste no me vio, Shoga Lavado me delató.
Como nuestro Estrella Azul ha sido desde siempre uno de los más coperos, también tuvimos que seguirlo a otros distritos de Trujillo. Los que no podían, se pegaban a la radio para oír la narración del maestro César Balarezo. Yo recuerdo a ese “equipo sensación, Estrella Azul de Vista Alegre”, como él lo llamaba cada vez que saltaba al gramado del estadio Mansiche; lo hago, porque yo también estuve allí, viendo a esos gladiadores vestidos de uniforme blanco con bordes azules y la estrella de cinco puntas sobre el corazón; los vi jugar de igual a igual con otro equipo grande como es el Deportivo Sanjuanista y fui testigo de las carreras de “Peche”, las jugarretas de los hermanos Andrade, las atajadas imposibles de “Mollejas”. Perdieron por falta de físico en el alargue. Aquel fue mi último partido con ellos, después me hice hincha del Mannucci y Cristal, pero ésa es otra historia.
Después sólo iba, de tanto en tanto, por a ver tapar a mi hermano Edgardo, que a la postre salvó el orgullo familiar convirtiéndose en uno de los porteros históricos y referentes del club, junto a primo Segundo Romero “Cocoa” y a Modesto Paredes “Mollejas”, gracias a sus inolvidables atajadas que decidieron partidos.

jueves, 20 de agosto de 2015

CABEZA DE TOMATE

Pero por qué no sembrar rosas en casa, las rosas son flores hermosas que hacen olvidar las penas; eso me ha dicho hermana Margot y yo le creo. Hermana Margot escribe muy bonito, dice palabras muy lindas, las pone en el cuaderno como si las dibujara. A mí me gustan las gladiolas, algún día tendré gladiolas granates, me agrada el color granate; una vez papá me regaló una bicicleta de ese color, brillaba, parecía una moto con su asiento posterior de parrilla, el anterior era de cuero de vaca con sus manchitas negras en un fondo blanco; lindos faros. No he vuelto a ver una como ésa: en el tubo principal, bajo el timón, tenía adherido una calcomanía de un centauro. Son increíbles los centauros, tienen la inteligencia de hombre, la agilidad de caballo; si hasta hay una constelación con ese nombre. Mi jardín tendrá gladiolas granates; pero antes, rosas. A Emma le encantan las rosas, las compra para el florero de la sala, también para adornar las tumbas de la abuela María y de hermano Richard.
Por lo pronto, ya he cercado un huerto pequeño, de dos metros cuadrados; en el fondo del traspatio queda mucho espacio todavía; en él han empezado a brotar ajíes y culantros, también una planta de tomate ovalado; los redondos, como los que traía papá y los confundía con mi cabeza, ya no los he visto. Debe ser divertido  rascar la coronilla de muchísimos tomates redondos, diciendo: “¡Ah, mi tomate; mi cabecita de tomate!”. ¡Vaya!... eso me llena los ojos de nostalgia. También los verdes follajes del culantro me ponen triste, porque me recuerdan a Aní; siempre pienso que la volveré a ver, cuando salgo a dar unas vueltas por el mercado o voy por las calles del Centro. Ella me causaba, en el corazón, una sensación extraña que no he podido explicarme nunca. Tengo la certeza de que la primera rosa de mi rosal, será para ella, esté dónde éste… Siempre la he sentido hacia el Sur. Las señoras que venden verduras me han dicho que las  hierbas vienen de allá; por eso, cada vez que voy por la carretera con papá, montado en su camión, miro a los lejos la Campiña de Moche y digo, con dulzura, si no es allá. Tal vez, no ha de demorar mucho y la encuentre, una de estas mañanas, con su cabello corto, con su nariz fina, con su cuerpo canela, ágil, ataviado por un minúsculo vestido de flores. Sé que al ver sus ojos negros, otra vez seré feliz. 

martes, 18 de agosto de 2015

LA NOCHE DE NAVIDAD

Si se me permitiera retroceder mucho tiempo atrás y revivir uno de mis momentos preferidos, sin duda, éste sería la noche de Navidad. Desde los primeros días de diciembre, en un rincón de la sala, hermana Elvira armaba el nacimiento con cajas vacías y papel arrugado pintado de verde. Lo llenaba de trigo crecido y sobre éste colocaba animalitos de plástico, yeso y arcilla cocida. Muy cerca colocaba un árbol cargado de numerosas bombillas multicolores. Adornaba las dos ventanas con renos y ángeles de tecnopor recubiertos de escarcha dorada y plateada. Por último dejaba sonar un casete de villancicos. Oyendo las dulces cancioncillas, yo sentía abrirse el paraíso. Desde la tarde, se veía a mamá en idas y venidas hacia la cocina. Poco a poco, se dejaba sentir, en toda la casa, el olor a carne de pavo condimentado y, por supuesto, a panetón y leche con chocolate. Yo esperaba todavía que oscureciera para vestirme con la ropa que mamá había comprado a doña Mariños, días atrás. Quedaba hecho un príncipe digno de alguna princesa. Entonces, modelando salía a jugar. En una primera incursión, iba al patio de enfrente, a la casa del panadero; lugar donde se reunían todos los niños de esa parte de la calle. Luego, seguía hacía el callejón de Soto, la sastrería del papá de Coné, el garaje de Don Eligio, los interiores de la casas de José, Nengue y Shoga, hasta el otro lado, en Mariano Melgar. De allí, me era más fácil llegar a la de los Amerbianchi y a la de Javier y a la tienda de Doña Panchita, en Avelino Cáceres. En una segunda vuelta, después de la cena, recorría las calles de Vista Alegre en busca de mi propio milagro. A través de las puertas entreabiertas, confundidas entre luces, adornos, árboles, nacimientos, juguetes y cenas servidas, las personas me parecían verse como apariciones del Polo Norte. Sólo la noche de Navidad, el cielo se abría de par en par y podía andar entre los ángeles. Dulces y hermosas niñas, de vestidos rosas o blancos, adornados de blondas y bobos perfumados, me deleitaban con sus rostros alegres. Podía mirar y admirar a mi elegida todo cuánto quería, hasta que los gallos cantaran. Luego, con el resto de amigos, emprendía la última gran hazaña: embriagarme, con un poco de champaña o guinda robados de nuestras casas, e ir a ver el amanecer en la playa de Buenos Aires. Qué importaba, si después volvía a ser el pequeño demonio vestido de pantalones desteñidos y empiolados; valía la pena haber sido un príncipe, aunque fuera una sola vez cada año. Tiempo después, conforme me fui haciendo mayor y solitario, salía con una novia, antes o después de la cena, y cuando no, sólo por costumbre, me juntaba con antiguos camaradas a ver jugar a los más chicos. Yo, sigo vistiéndome de príncipe y saliendo a cazar ángeles, pero el cielo ya no me deja verlos. Y sólo por no sé qué esperanza, continuo recorriendo esas calles, pretendiendo encontrar, tras villancicos alegres, aquel Vista Alegre que era un patio de sueño la noche de Navidad. Aunque, debo confesarlo, hoy desde un sillón lejano y con los ojos cerrados.

PAPÁ AUGUSTO

Papá llegaba a las nueve de la mañana, en su camión rojo, de Virú. Traía, en la tolva, además de cantinas de leche cremosa, campesinos de Huancaquito Bajo y El Carmelo. Yo veía, como a diario, la calle Gálvez, en el barrio Chicago, quedaba invadida no sólo por estas personas, también por otras que, provistas de cubos y detenidas en las esquinas, esperaban adquirir un poco de leche de Virú, que por su nata amarilla y buen sabor era la preferida de todos. Papá enviaba, con mi amigo “Figurita”, la mayor parte de cantinas, dentro del mercado, hacia la tienda de mamá. Hasta aquí, en una visión que puede tomarse fantástica, llegaba gente de todas partes, en grandes colas, a comprarla.
La tienda era grande y espaciosa. Mamá Genara trabajaba duro; a menudo se la veía cargando, sobres sus hombros, grandes porongos, sacos de maíz y de arroz. Quizá por eso en casa no faltaba nada de comer.
Los primeros años, papá solía presentarse tarde y despidiendo un tufo a licor; sentado en una silla de la cocina y armado de una dura cuchara, rascaba una olla de arroz cocido. Mis hermanos y yo le rodeábamos para observarlo comer. Papá, cual “Santa Claus”, nos alineaba en columna y uno a uno nos iba montando sobre sus piernas para darnos sus caricias y poner, en nuestras bocas felices, una ración de concolón. Mamá Genara, al vernos así, nos miraba con reprobación. La columna se disolvía. Yo era el único que se resistía a abandonarlo. Cada vez que él decidía marcharse, trataba de detenerlo extendiendo los brazos delante de la puerta de la casa, pero todo era inútil, papá me apartaba con facilidad. En un último intento, me sujetaba con fuerza a una de sus piernas, hasta el punto de ser arrastrado. Me sentía impotente y sufría, al ver como montado en su camión azul se alejaba. Sin embargo, no me rendía, corría detrás y sin poder alcanzarlo, me quedaba llorando en las últimas aceras, empolvado de tanta soledad. De allí volvía más triste.
Yo siempre quise a papá y él parecía corresponderme, quizá porque, según decían mis mayores, nos parecíamos mucho. “¡Zambo!”, decía cariñoso, “¡Vamos a comer!”. Nuestro lugar elegido, era un restaurante chino en la avenida Moche, al sur de la ciudad de Trujillo. Él ordenaba para ambos lo mismo: tallarín saltado, té y pan. Comíamos como si no lo hubiésemos hecho en meses. Cuando habíamos terminado, viendo como yo no le quitaba los ojos a la vitrina de los postres, papá decía, casi adivinando: “Ya veo, quieres una leche asada”.
Yo me ponía contento, mientras deleitaba de mi dulce favorito. Entonces él pasaba su mano sobre mi coronilla de tomate, diciéndome cariñoso: “¡Zambito! ¡Zambito!”. Me contemplaba como quien, frente a un espejo, se evocara a sí mismo: con ternura y amor. Ante él, yo era aquel niño triste que cobraba vida cada vez que estábamos juntos.
Así, yo recuerdo a mi padre Segundo: detenido, en la calle Gálvez, bajo la brisa tupida y melancólica de las mañanas de invierno y otoño. Lo veía llegar, primero, en su camión azul; luego, en el rojo; después como pasajero de un ómnibus verde, hasta no volver más. En mi mirada, queda esa época como una película indeleble… no se hable más.