lunes, 31 de agosto de 2015

ESTRELLA AZUL DE VISTA ALEGRE


Todavía recuerdo al maestro César Balarezo decir, en la radio: “Estrella Azul de Vista Alegre el equipo sensación, hace magia aquí en el gramado del Mansiche” y yo los imaginaba en la mejor de sus tardes. El maestro comentaba: “Miren cómo driblea Arteaga, se saca a uno a dos a tres; es un correcaminos”, refiriéndose a nuestro goleador "Peche"; “Los hermanos Andrade hacen jugarretas, son malcriados en el centro del campo, adelantan sus líneas, dan pases como si lo hicieran con las manos”, ahora se refería a los “Huayrocos”; pero como el contrincante también golpeaba, lleno de emoción gritaba, “¡Qué atajada imposible ha hecho el guardameta Modesto Paredes, tiene resortes en los pies!”. Y yo imaginaba y cerraba el puño susurrando: “¡Bravo, Mollejas!”.
Vista Alegre siempre ha sido tierra de futbolistas; en sus polvorientas calles se jugaba con pasión como si se hiciera en el mejor de los estadios y ante un rival olímpico. Todos éramos rivales cuando jugábamos los intercalles, los de Ayacucho, los de Sánchez Carrión, los de Melgar, los de Avelino Cáceres, los de la avenida Huamán, los de la veintiocho, pero cuando jugaba nuestro equipo, Estrella Azul, todos éramos uno. Los domingos íbamos a verlo a su local de la calle Melgar, primero cerca de la casa de los Lavado Vargas, después frente a la de los Lozano. Entonces éramos testigos de cómo el entrenador, pizarra en mano, le repasaba a cada jugador la táctica a seguir. Luego, abrazábamos a nuestros ídolos, augurándoles suerte en el juego y salíamos en caravana detrás de ellos; cruzábamos las calles de la urbanización Santa Edelmira, si el partido estaba programado en el campo de la JAP, en la avenida Larco; o recorríamos la avenida Tres de Octubre, si era en el campo de La Polvareda (hoy estadio Vista Alegre), en Los Manguitos.
Ya en la cancha, nuestros jugadores eran guerreros, unos espartanos legendarios, que competían por el honor y el amor a la tierra, gigantes de uniforme blanco con bordes azules y la estrella de cinco puntas sobre el corazón. Destacaban los “Huayrocos” o debo decir los hermanos Andrade, “Chanchi”, “Negro Blondy”; nuestro goleador “Peche”, Fredy Lozano, William Risco, nuestro golero Modesto Paredes “Mollejas”. La barra alentaba en todo momento, se contagiaba, vivía el partido, saludaba al árbitro con los mejores y renovados adjetivos que enriquecían nuestra lengua y dejaban boquiabiertos a los distinguidos académicos de la RAE. Cada gol del equipo provocaba una nube de polvo y grito ensordecedor: “¡Vamos, Estrella!”. Sin embargo, las cosas no siempre resultaban y en el entretiempo, el entrenador “Negro Riega” exhortaba a sus dirigidos, llamándolos respetuosamente señor y apellido seguido y corregía estrategias, aunque algunas veces, en el calor de la competencia, el jugador dejaba de lado sus indicaciones y hacia lo que la tribuna le pedía y acertaba. Entonces la barra revivía. Se abrazaban los muchachos, gritaban las muchachas. “¡Vamos, Estrella!”, decía la Empera. ¡Vamos!, repetía la Malena. Y algo más agudo la Flora. Ganaran o perdieran, por la tarde, al ocultarse el sol, se bebía caña, vino, cerveza; se tañían las guitarras.
Nuestro rivales de entonces eran los equipos: Blas F.C (con los que sosteníamos partidos interesantes, peleadísimos y de mucha emoción), La academia Morán, Alianza Vista Alegre, Racing Club, DEBA y el UBA.
En toda casa de Vista Alegre, se contaba con que cada niño creciera para continuar con la tradición futbolista y pertenecer al primer equipo. Era un honor que las madres alimentaban en sus hijos y los padres inculcaban desde muy pequeños. En lo personal, yo no seguí este camino; “no tenía madera ni pasta para ello”, como decían mis mayores. Por ejemplo, Hermano Edgardo aseguraba que yo no jugaba bien, era demasiado lento para mirar y pasar el balón, además toreaba en vez de llevar, entonces me mandaba a la banca o me culpaba de perder los partidos cuando jugábamos en la avenida Huamán.
No sabía que, en secreto, anhelaba ser portero y pararme, algún día, entre los tres palos del arco del Estrella Azul. Por eso, cuando todo mundo andaba en la escuela, y el parque de los columpios, vacío, me colgaba de los travesaños de los arcos de la cancha de fulbito, fingiendo ser un estupendo guardameta. Incluso, algunas tardes, entrenaba con César Leyva en la calle Melgar, enfrente de la casa del carismático Pochito. En la escuela, atajé un par de veces sustituyendo a la “Pulga Briones” quien me enseñó un par de buenos movimientos, como dominar mi área y atrapar el balón en los tiros de esquina. Entonces, jugábamos en un descampado ubicado entre las avenidas Larco y Dos de mayo (hoy coliseo municipal) No obstante, mi carrera de futbolista fue corta: terminó la tarde que, por patear un penal con la punta del pie, quebré un vidrio de la ventana en casa de Pochito y aunque éste no me vio, Shoga Lavado me delató.
Como nuestro Estrella Azul ha sido desde siempre uno de los más coperos, también tuvimos que seguirlo a otros distritos de Trujillo. Los que no podían, se pegaban a la radio para oír la narración del maestro César Balarezo. Yo recuerdo a ese “equipo sensación, Estrella Azul de Vista Alegre”, como él lo llamaba cada vez que saltaba al gramado del estadio Mansiche; lo hago, porque yo también estuve allí, viendo a esos gladiadores vestidos de uniforme blanco con bordes azules y la estrella de cinco puntas sobre el corazón; los vi jugar de igual a igual con otro equipo grande como es el Deportivo Sanjuanista y fui testigo de las carreras de “Peche”, las jugarretas de los hermanos Andrade, las atajadas imposibles de “Mollejas”. Perdieron por falta de físico en el alargue. Aquel fue mi último partido con ellos, después me hice hincha del Mannucci y Cristal, pero ésa es otra historia.
Después sólo iba, de tanto en tanto, por a ver tapar a mi hermano Edgardo, que a la postre salvó el orgullo familiar convirtiéndose en uno de los porteros históricos y referentes del club, junto a primo Segundo Romero “Cocoa” y a Modesto Paredes “Mollejas”, gracias a sus inolvidables atajadas que decidieron partidos.

jueves, 20 de agosto de 2015

CABEZA DE TOMATE

Pero por qué no sembrar rosas en casa, las rosas son flores hermosas que hacen olvidar las penas; eso me ha dicho hermana Margot y yo le creo. Hermana Margot escribe muy bonito, dice palabras muy lindas, las pone en el cuaderno como si las dibujara. A mí me gustan las gladiolas, algún día tendré gladiolas granates, me agrada el color granate; una vez papá me regaló una bicicleta de ese color, brillaba, parecía una moto con su asiento posterior de parrilla, el anterior era de cuero de vaca con sus manchitas negras en un fondo blanco; lindos faros. No he vuelto a ver una como ésa: en el tubo principal, bajo el timón, tenía adherido una calcomanía de un centauro. Son increíbles los centauros, tienen la inteligencia de hombre, la agilidad de caballo; si hasta hay una constelación con ese nombre. Mi jardín tendrá gladiolas granates; pero antes, rosas. A Emma le encantan las rosas, las compra para el florero de la sala, también para adornar las tumbas de la abuela María y de hermano Richard.
Por lo pronto, ya he cercado un huerto pequeño, de dos metros cuadrados; en el fondo del traspatio queda mucho espacio todavía; en él han empezado a brotar ajíes y culantros, también una planta de tomate ovalado; los redondos, como los que traía papá y los confundía con mi cabeza, ya no los he visto. Debe ser divertido  rascar la coronilla de muchísimos tomates redondos, diciendo: “¡Ah, mi tomate; mi cabecita de tomate!”. ¡Vaya!... eso me llena los ojos de nostalgia. También los verdes follajes del culantro me ponen triste, porque me recuerdan a Aní; siempre pienso que la volveré a ver, cuando salgo a dar unas vueltas por el mercado o voy por las calles del Centro. Ella me causaba, en el corazón, una sensación extraña que no he podido explicarme nunca. Tengo la certeza de que la primera rosa de mi rosal, será para ella, esté dónde éste… Siempre la he sentido hacia el Sur. Las señoras que venden verduras me han dicho que las  hierbas vienen de allá; por eso, cada vez que voy por la carretera con papá, montado en su camión, miro a los lejos la Campiña de Moche y digo, con dulzura, si no es allá. Tal vez, no ha de demorar mucho y la encuentre, una de estas mañanas, con su cabello corto, con su nariz fina, con su cuerpo canela, ágil, ataviado por un minúsculo vestido de flores. Sé que al ver sus ojos negros, otra vez seré feliz. 

martes, 18 de agosto de 2015

LA NOCHE DE NAVIDAD

Si se me permitiera retroceder mucho tiempo atrás y revivir uno de mis momentos preferidos, sin duda, éste sería la noche de Navidad. Desde los primeros días de diciembre, en un rincón de la sala, hermana Elvira armaba el nacimiento con cajas vacías y papel arrugado pintado de verde. Lo llenaba de trigo crecido y sobre éste colocaba animalitos de plástico, yeso y arcilla cocida. Muy cerca colocaba un árbol cargado de numerosas bombillas multicolores. Adornaba las dos ventanas con renos y ángeles de tecnopor recubiertos de escarcha dorada y plateada. Por último dejaba sonar un casete de villancicos. Oyendo las dulces cancioncillas, yo sentía abrirse el paraíso. Desde la tarde, se veía a mamá en idas y venidas hacia la cocina. Poco a poco, se dejaba sentir, en toda la casa, el olor a carne de pavo condimentado y, por supuesto, a panetón y leche con chocolate. Yo esperaba todavía que oscureciera para vestirme con la ropa que mamá había comprado a doña Mariños, días atrás. Quedaba hecho un príncipe digno de alguna princesa. Entonces, modelando salía a jugar. En una primera incursión, iba al patio de enfrente, a la casa del panadero; lugar donde se reunían todos los niños de esa parte de la calle. Luego, seguía hacía el callejón de Soto, la sastrería del papá de Coné, el garaje de Don Eligio, los interiores de la casas de José, Nengue y Shoga, hasta el otro lado, en Mariano Melgar. De allí, me era más fácil llegar a la de los Amerbianchi y a la de Javier y a la tienda de Doña Panchita, en Avelino Cáceres. En una segunda vuelta, después de la cena, recorría las calles de Vista Alegre en busca de mi propio milagro. A través de las puertas entreabiertas, confundidas entre luces, adornos, árboles, nacimientos, juguetes y cenas servidas, las personas me parecían verse como apariciones del Polo Norte. Sólo la noche de Navidad, el cielo se abría de par en par y podía andar entre los ángeles. Dulces y hermosas niñas, de vestidos rosas o blancos, adornados de blondas y bobos perfumados, me deleitaban con sus rostros alegres. Podía mirar y admirar a mi elegida todo cuánto quería, hasta que los gallos cantaran. Luego, con el resto de amigos, emprendía la última gran hazaña: embriagarme, con un poco de champaña o guinda robados de nuestras casas, e ir a ver el amanecer en la playa de Buenos Aires. Qué importaba, si después volvía a ser el pequeño demonio vestido de pantalones desteñidos y empiolados; valía la pena haber sido un príncipe, aunque fuera una sola vez cada año. Tiempo después, conforme me fui haciendo mayor y solitario, salía con una novia, antes o después de la cena, y cuando no, sólo por costumbre, me juntaba con antiguos camaradas a ver jugar a los más chicos. Yo, sigo vistiéndome de príncipe y saliendo a cazar ángeles, pero el cielo ya no me deja verlos. Y sólo por no sé qué esperanza, continuo recorriendo esas calles, pretendiendo encontrar, tras villancicos alegres, aquel Vista Alegre que era un patio de sueño la noche de Navidad. Aunque, debo confesarlo, hoy desde un sillón lejano y con los ojos cerrados.

PAPÁ AUGUSTO

Papá llegaba a las nueve de la mañana, en su camión rojo, de Virú. Traía, en la tolva, además de cantinas de leche cremosa, campesinos de Huancaquito Bajo y El Carmelo. Yo veía, como a diario, la calle Gálvez, en el barrio Chicago, quedaba invadida no sólo por estas personas, también por otras que, provistas de cubos y detenidas en las esquinas, esperaban adquirir un poco de leche de Virú, que por su nata amarilla y buen sabor era la preferida de todos. Papá enviaba, con mi amigo “Figurita”, la mayor parte de cantinas, dentro del mercado, hacia la tienda de mamá. Hasta aquí, en una visión que puede tomarse fantástica, llegaba gente de todas partes, en grandes colas, a comprarla.
La tienda era grande y espaciosa. Mamá Genara trabajaba duro; a menudo se la veía cargando, sobres sus hombros, grandes porongos, sacos de maíz y de arroz. Quizá por eso en casa no faltaba nada de comer.
Los primeros años, papá solía presentarse tarde y despidiendo un tufo a licor; sentado en una silla de la cocina y armado de una dura cuchara, rascaba una olla de arroz cocido. Mis hermanos y yo le rodeábamos para observarlo comer. Papá, cual “Santa Claus”, nos alineaba en columna y uno a uno nos iba montando sobre sus piernas para darnos sus caricias y poner, en nuestras bocas felices, una ración de concolón. Mamá Genara, al vernos así, nos miraba con reprobación. La columna se disolvía. Yo era el único que se resistía a abandonarlo. Cada vez que él decidía marcharse, trataba de detenerlo extendiendo los brazos delante de la puerta de la casa, pero todo era inútil, papá me apartaba con facilidad. En un último intento, me sujetaba con fuerza a una de sus piernas, hasta el punto de ser arrastrado. Me sentía impotente y sufría, al ver como montado en su camión azul se alejaba. Sin embargo, no me rendía, corría detrás y sin poder alcanzarlo, me quedaba llorando en las últimas aceras, empolvado de tanta soledad. De allí volvía más triste.
Yo siempre quise a papá y él parecía corresponderme, quizá porque, según decían mis mayores, nos parecíamos mucho. “¡Zambo!”, decía cariñoso, “¡Vamos a comer!”. Nuestro lugar elegido, era un restaurante chino en la avenida Moche, al sur de la ciudad de Trujillo. Él ordenaba para ambos lo mismo: tallarín saltado, té y pan. Comíamos como si no lo hubiésemos hecho en meses. Cuando habíamos terminado, viendo como yo no le quitaba los ojos a la vitrina de los postres, papá decía, casi adivinando: “Ya veo, quieres una leche asada”.
Yo me ponía contento, mientras deleitaba de mi dulce favorito. Entonces él pasaba su mano sobre mi coronilla de tomate, diciéndome cariñoso: “¡Zambito! ¡Zambito!”. Me contemplaba como quien, frente a un espejo, se evocara a sí mismo: con ternura y amor. Ante él, yo era aquel niño triste que cobraba vida cada vez que estábamos juntos.
Así, yo recuerdo a mi padre Segundo: detenido, en la calle Gálvez, bajo la brisa tupida y melancólica de las mañanas de invierno y otoño. Lo veía llegar, primero, en su camión azul; luego, en el rojo; después como pasajero de un ómnibus verde, hasta no volver más. En mi mirada, queda esa época como una película indeleble… no se hable más.

MI PRIMER VISTA ALEGRE

A edad madura, vuelvo a recordar aquel pueblo donde crecí. Era éste un lugar solitario de la costa, al borde de la carretera, entre la grama salada y el desierto. Cruzaban, entre sus casas del norte y del sur, polvorientas calles, líneas de veredas quebradas, distantes árboles; también ennegrecidos postes de madera que, en desordenada fila, colgaban de sus cables, restos de cometas muertos. La habitaban, además de hombres, gatos decrépitos y perros cansados que, desmotivados, bostezaban en sus puertas.
El verano era duro, el calor entraba en el polvo que, llevado por el viento, se adhería a paredes y ventanas. En invierno, este mismo polvo, jugaba con los niños, arrastraba hojas, hacía remolinos a mitad de las vías.
Su nombre se lo debe a un antiguo cartel, orillado a un lado de la carretera, que leía: “¡Disfrute del buen vino, vinos Vista Alegre!”. Los primeros viajeros, que hacían la ruta, abordo de viejos buses, al tomarlo como referencia, decían: “Oiga, usted, bajo en Vinos Vista Alegre”.
En época posterior, el vecindario llegó a limitarse por cuatro avenidas, que le dieron una forma rectangular: Al norte, la Larco iba desde Trujillo hacia la playa de Buenos Aires. Al sur, la Tres de Octubre nacía en la urbanización California, recorría paralelamente el pueblo hasta terminar también en Buenos Aires (ésta es la que, en otro tiempo, cruzábamos para ir al descampado llamado “La Polvareda” a ver jugar a nuestro quipo de fútbol “Estrella Azul”). Al este, la Huamán dejaba ver los edificios blancos de techos ocres de las residencias de Santa Edelmira y California y el viejo parque de “Los columpios” donde se jugaba hasta siempre. Al oeste, paralela al mar, la Dos de Mayo, que más allá del pueblo se abría paso entre matorrales y se llamaba carretera Industrial, marcaba la línea que la separaba de Buenos Aires, entonces pintoresco balneario de viviendas de madera, habitada por pescadores.
Años después, se construyó la plaza y entorno a ésta, la posta, el templo, el colegio primario Melvin Jones. Aún entonces, Vista Alegre no dejó de ser un lugar de calles polvorientas y gente soñadora. Amanecía llena de tibieza con un viento danzarín que hacía crujir los árboles pequeños, esparcía el polvo y dormía a sus cucos. A mediodía, los escolares se ensuciaban los uniformes en la plaza, jugando al kiwi y al encantado. Sus tardes eran cálidas y puras, el sol, acabado de bañar y perfumar, tenía un color dulce. De noche, la Luna asomaba clara entre nubes de gasa; entonces, entre la grama salada, se oía cantar a los grillos rojos.
Al principio, su historia, como la de todos los pueblos de la humanidad, empezó desde las cavernas. Así un día amaneció despertado por relojes y no por gallos amarillos, las casas de esteras y adobe pasaron a ser de ladrillos; vino el alumbrado público, el agua, alcantarillado, la televisión de pantalla de veinticuatro pulgadas a blanco y negro. Ésta trajo, con algo de retraso y juntas, noticias como las dos guerras mundiales con sus bombas, tanques, aviones y grandes buques; además, de la llegada del hombre a la Luna.
Después apareció como un pueblo mágico del oeste sudamericano. Un lugar de deportistas, guitarristas y ebrios respetables. Al pasar los ojos por sus hojas, encuentro lugares tan interesantes como las sastrerías Zarate y la del papá de Coné, en Ayacucho; la bodega de doña Balbina, en la esquina de Ayacucho y Garcilaso; el callejón de doña Adela y doña Licha; la casa de los Leivas, entre Melgar y Garcilaso; la tienda de don Paredes, en Cecilio Cox y Garcilaso, “La bombonera” enfrente de la tienda de don Neira; el colegio primario Melvin Jones, con su resbaladera y su fila de palmeras y chiras; la Plaza de Armas, en Simón Bolívar; la vieja casona de la panadería, entre 29 de octubre y Faustino Sánchez Carrión, que parecía la morada de Noel; el glorioso colegio mixto Víctor Larco, en Unanue; la plazoleta Miguel Grau, en la Dos de mayo; el malecón Colón, en el balneario de Buenos Aires; el parque de los columpios, el cerro de los incas, el taller de mecánica y el fulbito de mesa, en la avenida Huamán; la enorme iglesia del Señor de Huamán; el campo de la JAP; el camino encantado que iba desde el portal, en la avenida Huamán, hacia los cañaverales de lado sur; el río Moche y la bocana; el colegio San José; la avenida el Golf; la poza, el camino de árboles hacia la hacienda La Encalada.
Las rutas más osadas se hacían en grupos y con los mayores a la cabeza: Fernando, Gustavo, Cuchi, Edgardo, Carlos… Cruzábamos hacia la orilla opuesta de la avenida Larco, dribleábamos los basurales, atravesábamos las escasas casas del pueblo de San Vicente, seguíamos entre los sembríos de cañaverales y saltábamos canales para lograr hacernos de un buen hato de cañas quemadas.
Éste fue mi Vista Alegre, mi primer Vista Alegre, al que yo no sabía contarle las calles; bien pudo haber tenido todas las que hoy posee el mundo. Así la recordaré hasta la eternidad.

RETRATO DE MARÍI (Traducción en la lengua de los no inocentes: María)

Las tardes en la escuela son ociosas. Detrás de las ventanas, se oye el rumor del mar; una luz demasiada amarilla penetra por los vidrios, resbala pegajosa, cae sobre las paredes, sube sobre las butacas y el pizarrón. El maestro de turno abre la boca lentamente sin oír nada de lo que dice, todo se pega en el aire, tiene la boca abierta, negada a cerrarse; como una horrenda criatura asoma inmóvil cubierta de baba su gran campanilla. El libro azul de lenguaje sobre la carpeta, abro y dejo y vuelvo abrir, leo, imagino y marco con el lápiz. Me cuenta algo sobre un tal Estuardo y su biblioteca. Todos mis camaradas están como dormidos en la lectura y más de uno bosteza apoyado sobre su puño. Mientras tanto, leo y leo, adormecido por el viejo canto del mar.
El salón es un cubo hecho para pasar el tiempo, tomarse unas horas para soñar, ir de mundo en mundo como en el metro o tendido en un cómodo sofá enfrente de la TV. En tanto, afuera, detrás del muro, la tarde es otra tarde. Un ave vuela lentamente en el cielo. Estuardo es un tipo que tiene una surtida biblioteca; ¡sabe Dios qué libros nuevos posea, cuántos otros mundos y tardes, cuántos otros cubos, por donde se escapa el tiempo! Por uno de ellos entro al ir a casa y, por ese otro, cuando tengo a Aní enfrente mirándome con sus ojos risueños. Quizá Estuardo tenga ese otro libro que perdí –me digo-, donde Maríi me trae de la mano hasta la puerta de la escuela y yo me resisto a entrar.
─ ¡Vamos, Tomate, tienes que entrar! –dice la pobre, señalando el primer salón del lado norte.
─ ¡No!, ¡no quiero!; ¡déjame aquí! –montado, sobre una enorme piedra del lado este, una y otra vez, negándome, le respondo.
Y la pobre Maríi, adolorida como una virgen, porque yo estoy llorando, me ruega:
─ ¡Vamos, Tomatito, tienes que entrar! Porque si no tu mamá te va a castigar.
Maríi me quería, claro, aunque mamá la había traído del pueblo de Florencia de Mora para que cuide a Teresa, mi hermana menor; además, yo ya tenía siete años y no necesitaba de cuidados. Sin embargo, ella desde muy temprano me hacía el desayuno, me acomodaba la ropa, me peinaba y me daba algún cariño. Yo me recuerdo mirándola con felicidad: trenzas gruesas como de muñeca, ojos dulces, cejas ralas, cara redonda, llena de pecas marrones. Fue mi primera María, de las tantas que buenamente alegraron mi vida.
─ Maríi, yo no quiero entrar, para qué pintar y hacer caritas felices de la familia, si eso no existe –me rehuso.
─ Justamente se dibuja para que exista –apela-. Además conocerás a Tito y a Dora.
─ ¿Quiénes son ellos? –pregunto lleno de curiosidad.
─ Niños como tú, que deben jugar mucho y pintar –aclara.
Lo dice porque a mí me agrada el olor a carbón del lápiz y siempre me ve feliz, tumbado en los pisos de casa, haciendo dibujitos en hojas de cuaderno. Aun así no quiero obedecer y lloro mucho y Maríi llora conmigo. Sin embargo ella no se rinde, me limpia las lágrimas, también las suyas, e insiste, con su sonrisa escondida entre labios:
─ ¿Acaso, no quieres jugar y pintar?
─ Yo sólo quiero ser libre –la contradigo.
─ Y yo, Tomatito. ¡Ahora debes entrar! –veo sus ojos, va a llorar de nuevo.
Si hay algo con lo que no he podido lidiar nunca, son las lágrimas de una mujer, menos de una que me importe tanto. Así que, queriéndolo o no, y tomado por su mano, dejo que ella me lleve y me suelte dentro del salón. Estoy inmóvil, perdido en un mundo de niños que gritan por verse más solos y desamparados que yo. Aunque pienso escapar, atónito veo como una maestra alta y delgada, va calmando uno a uno a cada uno de los llorones; llega hasta mí, me toma por un hombro y, hablándome con mucho cariño, me hace sentar en una sillita… despierto.
El maestro tose, dice “quiero sus resúmenes sobre el escritorio, en diez minutos”. Desencadena un chirrido de lápices. Detrás del muro de la escuela, el aire de mar manotea el horizonte. Cierro el libro. Mañana, por la mañana, volveré a ver a Aní. Sonrío.

LA LORETANA

Y si descubriera que no soy el hombre que pensé ser, que siento el mismo desengaño que se tendría enfrente del espejo que acabara por desdibujar la imagión.
La primera vez que encontré a la Loretana fue en los temas “Qué quiere esa loretana” y “La cumbia de Oriente”, interpretados por Julio Mau. Caminaba cuatro a cinco kilómetros -que era la distancia a casa de mi hermana Margot- sólo por oírlos. Entonces hundido en un viejo sillón beige, y con los párpados cerrados, la imaginaba. La quería y no me importaba si alguien encendía las luces y me sorprendiera soñando. Sin saberlo si quiera fui alimentando en mí el deseo de encontrarla. Así nació mi viejo plan de hacer un viaje a la selva peruana, cosa que hasta hoy pospongo.
Entregado a ese presagio, en noches felices o contrariamente desdichadas, solía buscarla en los repetidos recorridos que hacía por las calles de mi pueblo. Pero cómo encuentra el amor, un chico, sin un manual y un mapa. Era atrapado por figuras hermosas, bien vestiditas y arregladitas, como quien queda perplejo ante un cuadro impresionista. Sí porque “La Loretana” ha tenido distintos rostros a lo largo de mi vida.
La primera fue una niña de quien no recuerdo su nombre ni su cara, pero sí que vivía enfrente de mi casa y que, ya queriéndola, un día de pronto se mudó con toda su familia y lloré desconsoladamente; nunca supe a dónde ir a buscarla.
La segunda, Rosa Salvatierra, una niña de cabellos largos y vincha blanca. Me ilusionaba verla venir cargando su bolsito gris, con su tierna sonrisa acompañada por hoyos. Se tomaba de mis manos y me pedía hacerle un dibujo que yo complacía con felicidad.
La tercera, Blanca Galarza, la compañera de sexto grado, la niña de ojos y dientes bonitos como los de un conejito de almohada. Me gustaba mirarla cuando brincaba vestida con ropa de deporte. Porque entonces parecía presumir de esa alegría y gracia angelical, tan natural en las criaturas nacidas para reina. También a pasar cerca, incluso detenerme, enfrente de su casa, cuando iba o venía de la playa de Buenos Aires. Tiempo después he buscado inútilmente esa casa, sin encontrarla nunca, sobre todo las noches de Navidad.
La cuarta fue Aní. ¿Aní?, bonito nombre, exacto para una criatura bella. Cada vez que lo pronuncio, aparece una mañana de pie junto a una cocina, cabellera negra y corta, piel canela y vestido floreado encima de las rodillas; ofrece, con encanto, largos hatos de manzanilla y yerba luisa. Tiene trece años y yo catorce. La contemplo, con sumo deleite y casi acariciándola, desde la tienda de mamá. Ella me corresponde con dulzura, con ternura, acaso llena de felicidad. Parecemos estar dentro de un cuento de hadas.
Nunca puedo olvidarme de ella. Entre giro y giro, siempre hay un momento en que todo se detiene y se me da por pensar en el amor, en ella, en sus ojos negros pequeños, en su cabellera corta, en su nariz fina, en su cuerpo delgado, ágil; en su piel tersa y canela que bajo su vestidito de flores se ve sensual. Cuántas veces, tras la ventana enrejada, yo la había contemplado: qué hermosa y placentera se veía con su hato de hierbas sobre el brazo. Qué suave y dulce me sabía su voz cuando la oía platicar con la doña del comedor vecino. Era entonces la chica de mi vida, eso, era lo único que sabía de ella, no conocía de dónde venía ni a dónde iba después de terminar sus ramos. Pocas veces, fuera de nuestro escenario, coincidimos: una en el pasillo de las flores, otra en la esquina de las avenidas Vallejo y Eguren. No sé por qué no me atreví a detenerla y decirle que la quería, si estaba loco por ella y verla me inspiraba una enorme confianza. No me da alegría cuando lo pienso, cuando le paso los dedos y lo miro como algo tan lejano.
La quinta fue Estela, la estudiante de la sonrisa bonita, la compañera de primer año “D” de secundaría, que disfrutaba viéndome dibujar, pintar, llenarme los cuadernos de sueños y que me pedía enseñarle cómo hacerlo. Era otra vez Aní, tenían mucha similitud en el corte de cabello, en el color de piel, en la estatura, en la voz, en los gestos. También en el carácter alegre y carismático. Me ilusioné.
Sin embargo, donde realmente encontré a “La Loretana” fue en Isabel. Me digo, con cierta sospecha, si no ha sido mi único amor, si en realidad he perseguido a las demás tan sólo por encontrarla. Ella fue la primera que supo que la quería por una miraba. Pero, tampoco olvido que antes de que Isabel se tocara en mis manos, el amor ya tenía forma. Después me atreví a ir más allá, a abordar buses hacia otros cielos; por ejemplo, darme cita en un cine y empezar a vivir la historia que había soñado tener, siendo protagonista de películas hindúes. Otras veces, me pegaba a la pantalla del televisor y la encontraba en los dibujos animados o en las series de vaqueros del oeste americano y mexicanas.
Después de eso, prima Sara llenó ese vacío, al menos eso he querido creer siempre. Sé que nadie dará crédito, porque lo sucedido parece tan simple, si lo miramos desde esta altura. Me digo, si eso mismo ocurriera ahora -que disfruto evocándola frente a una máquina de escribir-, no tendría dificultad para decir lo que quiero. No me lo impediría el trabajo, viviría el instante eternamente, yendo a prisa por una calle llena de gente; en mis días primaverales, sentiría la suave brisa del atardecer besarme el rostro y, quién sabe, sí encontraría a Aní en este
nuevo viaje.

LA ESCUELA DEL JIRÓN UNANUE

El día que llegué por primera vez a la escuela, ésta no era más que un campamento de edificios que se interponían al paso de varias calles como un milagro de la arquitectura en el poblado de Vista Alegre. No se había levantado aún el muro perimétrico. No se definía aquella de los árboles que va desde la Av. Tres de octubre hacia la Plazuela Dos de Mayo, tampoco la de la tienda de Don Tolentino, ni la que iba a casa de Pistolero ni la otra que terminaba en la vieja casona de la panadería. Los pabellones estaban separados por pasillos anchos, unos, y jardines cuadrados, otros (Aquí, solíamos sentarnos a repasar nuestros libros o a deleitar los alfeñiques de limón que una anciana, bastón en mano, vendía) Cada salón aparecía como la repetición infinita de otra: paredes de ladrillos ocre, techo de calamina gris; ventanas de vidrios pequeños, tragaluces rectangulares de madera; puertas de doble hoja y de color gris, grandes pizarrones corredizos de color verde hoja con filos caoba, separando dos ambientes. En el lado norte, no se habían construido el proscenio, la loza ni las gradas del patio grande. En el oeste, el rojo era solo de piedras.
De noche, sus bombillas cubiertas por campanas de aluminio, le hacían ver como una estación ferrocarrilera insinuada en medio de la húmeda y pesada brisa marina.
Los ambientes principales estaban en el ala sur: La oficina del director se reconocía por la que tenía, además de un ángel, un globo terráqueo pensando sobre el escritorio. La del secretario, por los grandes estantes abarrotados de diplomas, banderas y cuadernillos de pasta gruesa, además de descoloridos trofeos en bronce y lata, con rótulos mohosos de campeones de un tiempo sin fecha, que vagamente alguien recordaba a la hora de citar a los héroes en el patio grande. Más tarde, parte del ambiente fue cerrado debido a un incendio y utilizado, luego, como depósito de muebles en desuso.
La primaria, que estudiaba en los salones del lado este, formaba en una loza de cemento donde se jugaba al fútbol. La secundaria, que tenía para sí las del lado oeste, en una de piedras redondas, enfrente del grifo de las aguas y los baños, donde luego se construyó el patio rojo. En este lado estaban los talleres y laboratorios. Por entonces, el maestro Izquierdo todavía no había tallado el mural de la insignia alada, ni pintado el pergamino que contenía la letra del himno del colegio. En vez de aquel arte, existía un cafetín (la tapia de loza gris era parte del conjunto), que, durante el recreo, solía verse abarrotada de estudiantes que no dudaban disputarse, a cocachos, sus potajes. Aquellas pugnas eran tan encaramadas que, las bandas de los “Salvatierra-Santa María” de la Túpac y “Mateo-Winston” de Liberación Social, llegaban, incluso, a arrojarse las pequeñas sillas del lado este. Los “Camacho”, en cambio, no se metían con nadie. Más tarde, el edificio acabó unido al taller de mecánica.
No sé cuántos años pasaron antes de que la biblioteca tuviera libros y estantes viejos. Con el tiempo, en las aulas, aparecieron columnas arruinadas, ventanas rotas, pisos agrietados por cuyos agujeros asomaban las hormigas de calzón rojo que desfilaban por debajo de las mesas pequeñas de la primaria y las altas de la secundaria.
Pero en contraste, hubo un tiempo de oro, en la que la escuela ganó prestigio y destacó sobre los otros de la ciudad de Trujillo. Se contaba que había ganado galardones por doquier; como muestra de ello, la oficina del secretario y la biblioteca guardaban trofeos, diplomas, honores y placas, dadas alguna vez a los héroes de aquella época. Y aún después, cuando se había perdido hegemonía en las lides, se continuó hablando de dichos campeones en los ambientes del colegio. Y, si acaso, surgía uno nuevo, no dudábamos en querer verlo, oírlo, admirarlo e imitarlo. Quizá el único galardón que tuvimos por años, fue el de campeón distrital en desfile escolar. Los regentes “Camión”, primero, y Leopoldo, después, militarizaron la escuela con ensayos de milicia. Ellos incitaban a ganar siempre que, ni bien llegábamos a mayo, intensificaban los ensayos para el desfile de julio. Nuestro principal objetivo: derrotar al colegio de Buenos Aires, José Antonio Encinas. Podíamos perder con rivales más o menos serios, pero nunca ante éste, era la consigna de cada año.
Así fueron mis primeros días de escuela, así perduran en mi memoria; recuerdo a las niñas de trenzas, mirándome con ojos grandes, en toda esa fiesta de vocales. Después muchas cosas cambiarían empujadas por el tiempo, que seguiría su curso como un río eterno, sin final. Hubo cosas que amé en esos primeros días y no estuvieron de regreso nunca.  Dejé que todo pasara con la esperanza de volverlas a ver -porque yo era un niño y pensé que así viviría siempre-, y no regresaron más.

UN ROSAL NEGRO

Por fin, mamá Genara, al ver lo hermoso que está mi pequeño huerto, me ha permitido tener un rosal. Se lo ha vendido una doña que dice tener una gran huerta en la campiña de Moche. Es una plantita hermosa que tiene el tronco en forma de ye. Es injerto, tendrá dos tipos de flores, eso me ha dicho la señora, recomendándome escoger un suelo blando y poca agua para él. He hecho lo que me ha dicho y hasta le he puesto un nombre: “Negro”, se lo di por el color de su tronco. Además, mamá Genara también me llama así, porque tengo la piel canela; en cambio, papá Segundo prefiere decirme “Tomate”, pues afirma que tengo la cabeza de un tomate, de uno redondo, claro.
He puesto a Negro en el centro del huerto de lo que será mi gran jardín. Aquí la tierra tiene algo de arena y se mantiene fresca. Creo que está feliz, pues, le han brotando unas ramitas de color granate y ya tiene su primer botón. Yo le hablo y le abono con esmero, cada brote nuevo es un gran acontecimiento para mí. Lo primero que hago, al llegar a casa, es correr hacia el jardín y decirle: “Cómo estás, Negro”. Mamá, al ver lo hermoso y lo grande que se pone cada día, ha hecho traer otros más.
Mi jardín es uno de mis lugares predilectos a la hora de tomar la siesta o hacer una placida lectura. Es el mundo en miniatura. Mariposas amarillas tocan las rosas en lo alto, en especial las de Negro, que está más alto que yo, más que un piso. Me gusta ver cómo el viento balancea su copa llena de rosas rojas. También cómo a su pie, canta el agua a pleno día, sonoro naranja, tibio resplandor.

MI CASA GRIS

A media tarde, cuando los mayores, después del trabajo, toman la siesta, voy a sentarme en la vereda de enfrente. Desde aquí contemplo mi casa, “mi Casa Gris”. Sobre ella, un enorme sol va hacia la playa de Buenos Aires. Miro hacia ambos extremos de la calle; la encuentro tan callada: ni un solo juego, ni una sonrisa, sólo el viento suave cubre de polvo las pocas aceras y las hojas secas ruedan de aquí para allá; distantes árboles soñando. Se me da por dibujar, hacer trazos con una tiza, sobre la tierra a mis pies.
Me gusta la casa por su arquitectura hermosa, es la mejor de la calle Ayacucho. Mis padres mandaron construirla poco después del terremoto de 1970 en el terreno donde antaño había una laguna. Si la miramos desde la calle, veremos que su fachada es color gris, a excepción de los aleros y salientes verticales que son blancos y las incisiones horizontales del primer piso, entre ventanas y puertas, negras. A ambos lados van hacia adelante dos muros que, a modo de brazos, protegen a un jardín delantero rectangular, donde vive un solitario eucalipto: árbol Alberto. Él es grande, su copa sobrepasa la segunda planta. En el piso superior, a la izquierda, salta a la vista el balcón con su puerta de cedro rodeada por pequeñas ventanas de vidrios catedrales (ésta da acceso al dormitorio de mamá, la habitación más hermosa de la casa). A la derecha, una enorme ventana, compuesta, arriba, por dos espacios horizontales pequeños; abajo, por tres espacios verticales paralelos (corresponde al cuarto amarillo, el más grande de la casa). En la planta inferior, dos puertas laterales de color caoba oscuro y entre ellas, dos ventanas rectangulares gemelas y, en medio de éstas, a modo de nariz, un espacio adornado por incisiones horizontales pintadas de negro.
Si ingresábamos a la casa por la puerta izquierda, llegamos a la sala y al comedor, espacios gemelos separados por dos columnas y un arco cuadrados, y de piso ajedrezado de color negro. Adornan sus paredes verdes, tres a cuatro cuadros pequeños con marco de vidrio a rayas y fondo con motivos de navegantes; completan la muestra, un retrato de Jesús sobre el dintel de la puerta que va hacia un patio interior y uno de la última cena al fondo. Encontramos en la sala, un juego de pequeños sofás de tres piezas de color caramelo  y un televisor Phillips de veinticuatro pulgadas envuelto de mueble de madera; en el comedor, un juego holiday de color rojo con filo de aluminio y patas de hierro marrón; una vitrina con dos puertas laterales de madera y dos corredizas de vidrio transparente al centro, delante de un espacio dividido por una gran luna horizontal (donde se guarda la vajilla de loza china y otros) y un espejo posterior; una refrigeradora victoria al fondo, en una esquina.
El patio interior es pequeño y de color cemento y se prolonga hasta la segunda puerta de la calle haciendo un callejón (en el lado opuesto empieza un corralón). A su izquierda, una puerta amarilla, junto a una ventana caoba, conduce hacia la cocina. Es recorrida, de norte a sur y en ele invertida, por una tapia cubierta de azulejos blancos, intercalada con negros y turquesas en los filos; interrumpida por un grifo y un lavatorio de porcelana del lado de la ventana y una estufa de cuatro hornillas y un estupendo horno a gas en el lado oeste. Al fondo, yace una vieja, enorme y fuerte mesa de madera, que aún conserva el olor de muchos almuerzos y cenas de domingo preparados por mamá.
Desde el patio sube una escalera de cemento de gradas ocres, protegida por una baranda, hasta un pasillo angosto detrás de una tapia, en el segundo piso. En su recorrido encontramos el cuarto de baño, un dormitorio celeste, a penas del doble de ancho que el anterior, hasta llegar a un minúsculo rellano de paredes verde-nilo y piso gris, a cada lado y frente a frente, se encuentran las entradas a los dormitorios, a la izquierda  cuarto amarillo, a la derecha el de mamá. Cuarto amarillo es espacioso, está lleno de camas y un robusto ropero. Al fondo está el camarote verde que compartimos hermano Roger y yo. El piso es color cemento y tiene marcas por todas partes. Detrás de las cortinas asoma árbol Alberto sonriente. Árbol Alberto parece un niño fisgón que pega las manos y los ojos a los vidrios de cuarto amarillo. De noche, su sombra inquieta nos asusta.
Mi casa ha cambiado mucho, es cierto; sin embargo, como la recuerdo, la hace única para mí, porque en ella permanecen, todavía, guardados nuestros tesoros de infancia, los de mis hermanos y los míos.

EL PRIMER AMOR

¿Qué es estar enamorado? Es una cosa complicada entenderlo. Si en caso se los preguntara a papá o a mamá, sé que no podrán aclarármelo. Mamá diría lo de siempre, que estar enamorado es cosa de gente tonta, que un pobre sólo debería preocuparse en trabajar, tener un techo y que comer; ¿andar de enamorado y vistiendo ropa de ruiseñor?, ¡bah!, sólo los ricos. Papá añadiría, mientras despeina mis cabellos: “¿Enamorado tú, negrito?, si no te sabes limpiar bien las narices”. Recurriría a hermano Edgardo, pero casi ni nos hablábamos; siempre está fuera de casa con sus amigos y discute conmigo porque le desagrada que tome prestado su radio-casetera y sus cintas musicales. El único que me queda es Beto, él sí es mi amigo; cada vez que vamos juntos al estadio a ver al Carlos A. Mannucci, me invita a tomar un jugo o a comer helados en un café del pasaje San Agustín. Él sí cree que seré médico, si hasta me ha prestado dos baldores, con lo que a mí me gustan los libros, gasto el dinero para el autobús en ellos y no me importa tener que volver a casa a pie. Beto, después de escucharme, diría: “¡Pero, zambo, aún eres joven, ten calma; las cosas sucederán a su tiempo, espera!”. Y yo apelaría: “¿Pero… cuándo sabré si es el momento?, ¿habrá acaso una señal?”.  Él terminaría: “Zambo, el amor es como la fe; sólo cree en él y llegará”.

  • ¡Negro! ¡Negro! –me interrumpe, mamá– ¿lleva su desayuno a tu papá?
  • Sí, mamá.

Voy como soñando. Al cruzar hacia la otra acera de la avenida César Vallejo, un auto viejo por poco me arrolla. El chofer baja el vidrio de la ventana, me grita: “¡Oye, idiota, fíjate por dónde vas!”. Numerosos curiosos se vuelven para mirarme. Me siento avergonzado, pero sigo mi camino, de nuevo soñando. Desde la bocacalle, el jirón José Gálvez se ve larguísimo y tortuoso, tras una fila de autos estacionados, veo el camión de papá.

  •  Papá, su desayuno.
  •  Zambo, ¿te pasa algo?
  •  ¿A mí? Nada.

Entonces, mi padre, masticando deprisa y deglutiendo sus sándwiches de res, y tras beber un buen trago de té, se anima a hablarme de su trabajo, lo duro que ésta resulta, que el carro por aquí, que las vacas por allá; que la siembra está mal, que mira cuánto he pagado por diez bolsas de urea. Y yo muevo la cabeza, sigo pensando en Aní. Qué bien se ve con su cabello corto, le queda hermoso. Imagino abrazarla y besarla, que huelo sus mejillas.

  • Zambo, hijo, ¿te sucede algo malo?, ¿te ha castigado mamá? –se interrumpe mi padre preocupado.
  • No, papá –le calmo.

Quisiera decirle a él y a todo el mundo que estoy enamorado, que muero de amor por Aní, que no hay cómo sacarme esta flecha; tampoco quiero, me gusta soñar con ella... no importa si jamás despierto, no importa, no importa. ¡Aní, Aní!, ¿dónde estás?

MI DESTINO

“Si existe una verdad, ésta debe estar oculta en un libro”

Sé que más de uno dio por hecho que mi destino era ser médico, cuando, a mis catorce años, me veían entrar en la librería “Ideal” y, tras recorrer pasillos y examinar anaqueles, echar mano de grandes tomos de fisiología y cardiología y emprender esas lecturas de inmediato. Mi fascinación era tal que jamás podía resistirme a hurgar entre las hojas de un buen volumen. Visitar librerías y ferias de libreros, donde las lecturas son diversas, era mi pasatiempo preferido. Después de examinar con sumo detalle tipología, tamaño y color, elegía el más extraño como si se tratara de un tesoro. Tantas veces, sentado en una banqueta, delante de un templo, me sorprendió la noche, sumergido en una lectura eterna.
Llegué a poseer una cantidad importante que mi madre, al verme descuidar mis obligaciones, los consideró un peligro y me los prohibió. Pero siempre me las arreglaba para tener uno entre las manos y encontrar escondites donde leer: la banca de un parque, las gradas de una plaza, el asiento de un estadio, la cola de un cine; contradictoriamente, nunca una biblioteca, siempre buscaba leer en estrecha soledad.
Los libros que, en su momento, me apasionaron fueron: La Biblia, el “Pablito” de tercero de primaria; el de tapa azul, “Los Comentarios Reales”, que leí en sexto; el compendio celeste de Carlos Del Río León, en segundo de secundaria, los Baldores, con sus gruesas hojas y fotografías de sabios de turbante, que me hacían pensar en remotas épocas, de mucha magia y sabiduría. Pero el que más me atrajo fue el violeta de literatura de Jorge Ventura Vera, por sus dibujitos de escritores en la esquina superior derecha, que no dudaba en copiar en mi cuaderno, también porque en él descubrí el primer poema deslumbrante del alma castellana: “Coplas a la muerte del maestre de Santiago” de Jorge Manrique, escritas en  pie quebrado. Y no era cosa que tuviera preferencia por la lengua o las artes de las letras, ya que entonces me atraían, con igual o mayor medida, las matemáticas y la biología, sino que me sedujo la manera como se refería a la muerte. Me llevaron a escribir mi poema “Mi amada la muerte” y tras éste, otros y otros. Durante mucho tiempo creí, firmemente, que lo dejaría, pero nunca me resistí a dibujar uno más. No me ha sido fácil reconocer que nací para escribir y que es ésta mi vida: pasarme horas pegado a una máquina de escribir.
Recuerdo haber oído decir a más de un familiar, conocido, amigo, que la Literatura no me llevaría a ningún lado, que lo más decente era dedicarme a una profesión u oficio (escribir no lo es). Jamás me ha arrepentido de haber tenido que renunciar a cuatro o cinco carreras magníficas, entre ellas mi sueño de ser médico cardiólogo, por dedicarme a ésta. Qué otro valor podría darle a mi vida, que el sincero acto de ser feliz. No me imagino un solo instante sin que la Literatura signifique todo para mí. Es una cosa empedernida; a veces, estar dentro de una historia, me toma semanas y no me es fácil librarme. Metido hasta el cuello, camino, voy al súper, a casa, con muchas cosas que escribir.
Y, sin embargo, nada diferencia a ese muchachito que fui en mis primeros años de este hombre que soy ahora. Sigo visitando las librerías y las ferias de libros y dejándome maravillar por volúmenes de biología, química, filosofía, matemática, literatura... nunca pierdo ocasión de poner los ojos en una buena historia, de eso se trata mi dichosa maldición.