domingo, 22 de noviembre de 2015

Mi abuelo Manuel, “El Gran Barba Azul”





Azágar

Esta mañana me llamaron por teléfono, me dijeron que Papá Manuel está desaparecido, que la tarde del 31 de diciembre del 2001 había salido a la calle por una botella de vino para hacer el brindis por Año Nuevo y no volvió.
Mi visión de él lo sitúa al atardecer, en una calle silenciosa, en Primero de Mayo. Un viejo bote bocabajo, descolorido por la sal de viejos mares; un pedazo de cielo cruzado por algunas sombras como si se trataran de pájaros de grandes alas; la brisa fría, desde una de las bocacalles, sopla buscando velas que hinchar; suena, sin saberse dónde, una lejana corneta de panadero, se respira cierta tristeza o nostalgia.
Tiene los rasgos de un chino “aperuanado”: menudo, piel curtida por el sol, groseras arrugas que no corresponden al tiempo, sino a haber estado expuesto a climas duros, cabellos ligeramente canos, bigote y barba mal afeitados. Está recostado sobre la pared lateral de la casa. Lleva chompa gruesa, oscura, cuello de marinero; pantalón azul marino, zapatos negros. Tiene las manos en los bolsillos, la postura algo encorvada y mira, con falsa distracción, hacia uno y otro lado de la calle. Cuando pasa un conocido lo saluda con un movimiento de cabeza. Parece un marinero varado en tierra, quizá, un pirata.
Al verme llegar, me observa sin sobresalto. Cuando estamos cerca, me dice, levantando la cabeza a modo de saludo: “¿Qué hubo?”. Antes que pueda responderle, me pregunta si he visto a la mamá María por la esquina. Su voz suena a queja: intercala un “¡ah!” a intervalos como una muletilla. “Ya vendrá”, le digo y me acomodo a su lado. Entonces escudriñando en sus recuerdos, me cuenta cómo conoció a la abuela María. En aquellos días, ella era cocinera y él obrero en un campamento minero, en la sierra de Ancash. “Tenía un hijo, pero no fue un impedimento”, dice, “lo único que importaba era que fuera una mujer buena y trabajadora”. Yo digo “¡claro!”, dándole la razón. Él intercala sus muletillas “¡Ah!” y “¡Así es pues oiga!” y continúa: “Después vinieron los otros hijos y los criamos en el pueblo de Sihuas”. Allí les fue bien: llegaron a tener una tienda, la mejor del lugar. Sin embargo se vinieron a Chimbote buscando un mejor porvenir atraídos por el boom pesquero. Empezaron a construir la casa en Primero de Mayo y a vender comida fuera de la sala de cine Vinasisa, en Villa María. Después vinieron los nietos y siguieron siendo felices a su modo. 
Pero como su narración nunca es lineal, da un salto, me habla de Haya de La Torre y cómo los antiguos militantes apristas marcharon a zapatazo firme a tomar la plaza, durante la época de la revolución del 32, en Trujillo. Me dice que él es de allá, de la hacienda azucarera Laredo, donde tiene un hermano: Santiago Cruz. Asegura haber nacido en navidad y ser descendiente de los primeros chinos que llegaron al Perú a trabajar en los ingenios del norte. Parece preguntarme si he estado cerca, si sé algo de su familia y de uno que otro conocido. Me da nombres. Se refiere a su pueblo como si se tratara de un lugar pequeño donde todos se conocen. No me atrevo a desilusionarlo, diciéndole que es claro que ha cambiado mucho, que el tiempo también ha pasado por allá. Tampoco a preguntarle por qué salió de allá, ni por qué no vuelve si se le nota que la extraña igual que a los suyos: se queda en silencio mirando hacia el vacío como si viera las imágenes de sus recuerdos y algo se quiebra dentro de él, tal vez una promesa incumplida. “No, no he ido últimamente”, le digo.
Da otro salto,  y de cañero de Laredo, pasa a ser canillita, lustrador de zapatos en las calles del centro de Lima, llenador de buses, chef de cocina china, gitano, jornalero, pastor de ganado en la puna, tendero, minero de socavón…. Vuelve a hablarme de la mamá María, sin pasar antes por cada presidente como si los viera de nuevo.
Me gusta escucharlo. Lo que me cuenta sabe a invento, a ficción, cual artilugio de un excelente narrador que ha pasado por muchas plazas relatándolas. Tiene una memoria prodigiosa, cita con precisión fechas importantes; describe climas y lugares, dibuja muy bien a sus personajes, y, en cada pasaje, su rostro cambia; cualidades que lo emparentan con los grandes aedos y rapsodas griegos, los juglares medievales y a haravicos quechuas.
Pero aunque en casa, los hijos y nietos sepamos muy poco de la familia que él dejó atrás, papá Manuel es nuestro Manco Capac o Ayar Manco, patriarcas que enseñaron a los primeros quechuas su cultura. Es un tipo que prepondera los valores y leyes familiares: A la hora de las comidas, todos deben estar sentados a la mesa; usar bien los cubiertos; cuando llega la hora de dormir, se apagan las luces; se sale a la calle bien peinados.
Es muy querendón con los animales. Siempre lo vemos sentado en el gran banco, junto a la mesa de la cocina, jugando con su gato, el “Chaveta”. A quien le coge una pata, una oreja y el rabo. El felino le da de zarpazos. Él retira la mano y ríe del animal, que se divierte. A la hora de las comidas, le reserva la mejor parte. Pues, aunque la mamá María se enoje y le reprenda, aprovechará un descuido para darle a comer de su plato la mejor presa: una suculenta pierna de pollo, argumentando que los animalitos sienten.
Pero ahora, papá Manuel está perdido. Se le ha buscado por entre los pantanos de Villa María, temiendo lo peor; se ha recorrido a pie las avenidas Pardo y Meigs, porque alguien dijo haberlo visto por la iglesia Virgen de la Puerta”. Cada aviso que nos dan es un ir en su búsqueda. Toda la familia está unida en la cruzada, el llanto y la desesperación nos embarga, la esperanza de encontrarlo se nos escapa de las manos.
Han pasado ya tres semanas. Al fin ha aparecido el pobre, la policía de Camino Real lo ha encontrado vagando por las chacras, al oeste de la ciudad. Está muy sucio y enfermo y han tenido que hospitalizarlo en el hospital Regional. El diagnóstico médico: neumonía; además, pérdida parcial de memoria a causa de un tumor cerebral.
Lo peor que el tiempo puede hacerle a los hombres, es quitarle sus recuerdos. Mi abuelo se confunde, naufraga en el océano de su pasado desarticulado, sin poder volver a casa. Ya no me saluda con su habitual expresión: “¿Qué hubo?”. Nos desconoce como el viejo quijote que luchaba contra falsos gigantes y andaba por el mundo, montado en su Rocinante, pregonando su lealtad a su damisela Dulcinea.
Poco antes de morir, pareció tener un momento de lucidez. Después de recomendar a mi abuela –que en realidad confundió con una de sus hijas–: “Ña María, cuidas a los muchachos”, dijo: ¡Viva el Apra! “¡Viva Alianza Lima! ¡Viva el Perú!

EL SECRETO DE MIS DOS NOMBRES



“Quién sabe si ése no soy yo. El mismo diamante, observado de diferentes ángulos o distintos ojos, nunca es el mismo. Digamos que sólo vemos lo que queremos, olvidándonos que uno mismo puede ser tantos a la vez”.

No, no he podido olvidarlo, la tarde que, con mamá visitábamos las tumbas de la abuela y de hermano Richard, me topé con la de un tal Tomás Célis y pregunté si se trataba de mi bisabuelo. Mamá me respondió que no estaba muy segura que, en todo caso, se lo preguntara a papá, quien tampoco supo asegurármelo. Decepcionado, sentí pena por mi bisabuelo, tristeza de que lo hubieran olvidado: su tumba, que era una de las más abandonadas, tenía la lápida amarillenta y lucía llena de polvo, sin ninguna flor.
Desde muy chico me explicaron que mi primer nombre se debía a él. Quien había sido un hombre muy importante y querido en la hacienda El Carmelo. El segundo correspondía al de mi abuelo materno, un tal Santiago García, natural de Santiago de Chuco, muerto durante la revolución aprista; a quien mi madre jamás conoció, pero que se refería con mucho cariño. Se sabía que había sido un hombre muy trabajador y grande de estatura que, cuando montaba en burro, los pies le arrastraban.
Desde siempre, yo había preferido Santiago porque me parecía propio y natural, ya que era el que mi madre me había dado desde su vientre. El otro me resultaba impostor, porque papá me lo dio a última hora, cuando supo que mamá estaba grave y que yo iba a morir (estaba mal del corazón y tuvieron que bautizarme para que me vaya al cielo), además ellos estaban separados. Pero, aunque yo rechazaba que me llamaran Tomás, papá enseñó a decírselo a toda la familia. En cambio, mamá prefería llamarme Negro. Nunca me rendía y hasta inventé eso de que mis dos nombres se peleaban en mí, haciéndome dos personas.
    Tomás es sumiso, obediente, sin voluntad, torpe, un niño triste. En cambio, Santiago es guerrero, inteligente, decidido, preciso, optimista.
    ¡Vaya, hijo! –decía tía Gregoria–, a mí me parece que los dos nombres son bonitos.
    Pero yo no quiero; me gusta Santiago.
    ¿Por qué, Tomasito?
    Tomás me recuerda a que iba a morir.
    No debes pensar en eso, Tomás es el nombre de un discípulo de Jesús.
    Santiago también.  Yo sólo quiero ser Santiago. Tomás me da pena –protestaba.
    A lo mejor, hijo, vas a ser una persona muy importante como tu abuelo –apelaba tía Gregoria–. Quizá él te ha salvado por una razón especial.
    ¡A lo mejor! –respondía encogido de hombros.

Sin embargo saber que se ha estado a punto de morir es una cosa muy triste, es como tener una marca en la frente, también estar un poco muerto y vivir de prestado. Eso me asustaba mucho. Sobre todo cuando mamá se lo cuenta a nuestras visitas:

    Mi Tomasito estuvo a punto de morir cuando nació, por eso su papá le puso Tomás como su abuelo.

Y éstas abren las bocas admiradas y me miran apesadumbrados, como si les inspirara lástima. Aquello me provoca ganas de llorar mucho por mí, por mi mala suerte.

Cuando sé es niño no se entiende muchas cosas, como por ejemplo, por qué el cielo es azul o la Tierra redonda, ni por qué se habla de un dios y de un demonio. Pero aunque no entendía qué era la muerte, aun así, la gente moría siempre. Con frecuencia, mamá hablaba de los muertos familiares, entre ellos sus padres y un hermano mío. “Se encuentran bien”, me decía cada vez que oraba, “están en el cielo”. Mas, años después, cuando los visité en un cementerio, supe que no era así.
Sin embargo no entendí lo que pudo haberme pasado si no hasta que a hermana Margot se le murió su niña de pocos meses de nacida. No recuerdo su funeral ni dónde la enterraron, sólo que la devoró el olvido y eso, tal vez, fue lo primero que supe de la muerte y tuve temor de que algo así pudiera pasarme. Después de esta experiencia triste, vino otra. Se trataba de la primogénita de José y hermana Mery. El suceso fue de ilusiones rotas para los recién casados. José se quedaba viendo las vestimentas y los juegos que desde meses atrás había comprado para cuando llegara su niña. Fue el primer velorio al que asistí, además en casa. Recuerdo el rostro de la recién nacida detrás del vidrio de la ventanita del ataúd blanco. El viaje al cementerio, en la camioneta de mi padre, fue largo. Cruzamos la ciudad hasta un rudimentario cementerio, lleno de desalineados crucifijos de madera apostados en tierra. Enterraron a la pequeña en un hoyo cerca de un puente, gravaron su nombre en una cruz y nunca más la volvimos a ver.
Cuando doña Amada, la mamá de Manuel y Danilo, nuestros vecinos, falleció a causa de un cáncer (vi las velas brillar en la oscuridad de su choza de esteras), Manuel bajó de peso y enfermó. “Tuberculosis”, dijo mamá. Desde entonces el pobre no salía y mis hermanos iban a visitarlo. Mamá le daba a comer fruta y a beber mucha leche. Yo, en cambio, lo expiaba de lejos; no soporta verlo sufrir. Cuando murió, mucha gente abarrotó su casa, el corralón y el callejón. Después, don Floro y lo que quedaba de su familia se mudaron al pueblo de Huamán. El nuevo dueño de la casa la cercó con un gran muro.
También César y Jorge Leiva perdieron a su madre más adelante y creo que la cosa fue igual de dura, porque un hombre, al igual que un niño, no sabe cómo llevar bien una casa.
Pero esa tarde que vi el nombre, mi nombre, en la lápida, algo cambió en mí; creo que empecé a querer a mi abuelo. Me preguntaba cómo habría sido conmigo de habernos conocido. He oído decir a mis mayores que los abuelos, por su misma experiencia, son mejores padres con los nietos, ya que corrigen con ellos sus errores que tuvieron como padres. Después de observarlos, puedo afirmar que el dicho es cierto: engríen a los pequeños. Viéndolos, extrañaba a mi abuelo y no quería que esté muerto. “Es la ley de la vida”, decía mamá y la tía Gregoria, “se van para que lleguen otros”. Pensé que mi abuelo me había dado su lugar. “Me quiere mucho y me cuida desde donde está”. “Abuelito, ¿me cuentas una historia?”. “Sí, hijito, pero antes debes acostarte y recibir un beso”. “Sí, claro, abuelito; pero te quedarás hasta que me duerma”. Sí, hijito, te lo prometo”. “Abuelito, dime cómo era papá de niño”. “Era exactamente como tú, cabezón, quería saber todo; un niño muy bueno y obediente”. Entonces me hablaría del campo y de las distancias, me enseñaría a sembrar y ordeñar vacas y a cuidar animales; todo eso que mi padre no me ha enseñado. Pienso también en mi otro abuelo, el que mató la revolución, nadie sabe dónde está, lo más seguro es que esté enterrado en una de las fosas comunes en Chan Chan.
Yo creo que es triste decir: “No tengo abuelo”, es como ser doblemente huérfano. Pero yo no lo soy, los tengo aunque estén muertos. No se los he dicho a mamá y a papá, que sé que ese Tomás Celis que está en el cementerio Miraflores de Trujillo es mi bisabuelo, mucho menos que voy todos los sábados por las mañanas a limpiar su lápida, a ponerle flores y a platicar con él, le doy las gracias por haberme salvado y por haberme legado su nombre, sí porque yo soy Tomás Santiago.