“Quién sabe si ése no soy yo. El mismo diamante, observado de
diferentes ángulos o distintos ojos, nunca es el mismo. Digamos que sólo vemos
lo que queremos, olvidándonos que uno mismo puede ser tantos a la vez”.
No, no he podido
olvidarlo, la tarde que, con mamá visitábamos las tumbas de la abuela y de
hermano Richard, me topé con la de un tal Tomás Célis y pregunté si se trataba
de mi bisabuelo. Mamá me respondió que no estaba muy segura que, en todo caso,
se lo preguntara a papá, quien tampoco supo asegurármelo. Decepcionado, sentí
pena por mi bisabuelo, tristeza de que lo hubieran olvidado: su tumba, que era
una de las más abandonadas, tenía la lápida amarillenta y lucía llena de polvo,
sin ninguna flor.
Desde muy
chico me explicaron que mi primer nombre se debía a él. Quien había sido un
hombre muy importante y querido en la hacienda El Carmelo. El segundo
correspondía al de mi abuelo materno, un tal Santiago García, natural de
Santiago de Chuco, muerto durante la revolución aprista; a quien mi madre jamás
conoció, pero que se refería con mucho cariño. Se sabía que había sido un
hombre muy trabajador y grande de estatura que, cuando montaba en burro, los
pies le arrastraban.
Desde siempre,
yo había preferido Santiago porque me parecía propio y natural, ya que era el
que mi madre me había dado desde su vientre. El otro me resultaba impostor,
porque papá me lo dio a última hora, cuando supo que mamá estaba grave y que yo
iba a morir (estaba mal del corazón y tuvieron que bautizarme para que me vaya
al cielo), además ellos estaban separados. Pero, aunque yo rechazaba que me
llamaran Tomás, papá enseñó a decírselo a toda la familia. En cambio, mamá
prefería llamarme Negro. Nunca me rendía y hasta inventé eso de que mis dos nombres
se peleaban en mí, haciéndome dos personas.
─
Tomás es
sumiso, obediente, sin voluntad, torpe, un niño triste. En cambio, Santiago es
guerrero, inteligente, decidido, preciso, optimista.
─
¡Vaya, hijo!
–decía tía Gregoria–, a mí me parece que los dos nombres son bonitos.
─
Pero yo no
quiero; me gusta Santiago.
─
¿Por qué,
Tomasito?
─
Tomás me
recuerda a que iba a morir.
─
No debes
pensar en eso, Tomás es el nombre de un discípulo de Jesús.
─
Santiago
también. Yo sólo quiero ser Santiago.
Tomás me da pena –protestaba.
─
A lo mejor,
hijo, vas a ser una persona muy importante como tu abuelo –apelaba tía
Gregoria–. Quizá él te ha salvado por una razón especial.
─
¡A lo mejor!
–respondía encogido de hombros.
Sin embargo saber que se ha estado a punto de morir es una cosa
muy triste, es como tener una marca en la frente, también estar un poco muerto
y vivir de prestado. Eso me asustaba mucho. Sobre todo cuando mamá se lo cuenta
a nuestras visitas:
─
Mi Tomasito
estuvo a punto de morir cuando nació, por eso su papá le puso Tomás como su
abuelo.
Y éstas abren las bocas admiradas y me miran apesadumbrados,
como si les inspirara lástima. Aquello me provoca ganas de llorar mucho por mí,
por mi mala suerte.
Cuando sé es niño no se entiende muchas cosas, como por ejemplo, por
qué el cielo es azul o la Tierra redonda, ni por qué se habla de un dios y de
un demonio. Pero aunque no entendía qué era la muerte, aun así, la gente moría
siempre. Con frecuencia, mamá hablaba de
los muertos familiares, entre ellos sus padres y un hermano mío. “Se encuentran
bien”, me decía cada vez que oraba, “están en el cielo”. Mas, años después,
cuando los visité en un cementerio, supe que no era así.
Sin embargo no
entendí lo que pudo haberme pasado si no hasta que a hermana Margot se le murió
su niña de pocos meses de nacida. No recuerdo su funeral ni dónde la
enterraron, sólo que la devoró el olvido y eso, tal vez, fue lo primero que
supe de la muerte y tuve temor de que algo así pudiera pasarme. Después de esta
experiencia triste, vino otra. Se trataba de la primogénita de José y hermana
Mery. El suceso fue de ilusiones rotas para los recién casados. José se quedaba
viendo las vestimentas y los juegos que desde meses atrás había comprado para
cuando llegara su niña. Fue el primer
velorio al que asistí, además en casa. Recuerdo el rostro de la recién nacida
detrás del vidrio de la ventanita del ataúd blanco. El viaje al cementerio, en
la camioneta de mi padre, fue largo. Cruzamos la ciudad hasta un rudimentario
cementerio, lleno de desalineados crucifijos de madera apostados en tierra.
Enterraron a la pequeña en un hoyo cerca de un puente, gravaron su nombre en
una cruz y nunca más la volvimos a ver.
Cuando doña
Amada, la mamá de Manuel y Danilo, nuestros vecinos, falleció a causa de un
cáncer (vi las velas brillar en la oscuridad de su choza de esteras), Manuel
bajó de peso y enfermó. “Tuberculosis”, dijo mamá. Desde entonces el pobre no
salía y mis hermanos iban a visitarlo. Mamá le daba a comer fruta y a beber
mucha leche. Yo, en cambio, lo expiaba de lejos; no soporta verlo sufrir.
Cuando murió, mucha gente abarrotó su casa, el corralón y el callejón. Después,
don Floro y lo que quedaba de su familia se mudaron al pueblo de Huamán. El
nuevo dueño de la casa la cercó con un gran muro.
También César y
Jorge Leiva perdieron a su madre más adelante y creo que la cosa fue igual de
dura, porque un hombre, al igual que un niño, no sabe cómo llevar bien una
casa.
Pero esa tarde
que vi el nombre, mi nombre, en la lápida, algo cambió en mí; creo que empecé a
querer a mi abuelo. Me preguntaba cómo habría sido conmigo de habernos
conocido. He oído decir a mis mayores que los abuelos, por su misma
experiencia, son mejores padres con los nietos, ya que corrigen con ellos sus
errores que tuvieron como padres. Después de observarlos, puedo afirmar que el
dicho es cierto: engríen a los pequeños. Viéndolos, extrañaba a mi abuelo y no
quería que esté muerto. “Es la ley de la vida”, decía mamá y la tía Gregoria,
“se van para que lleguen otros”. Pensé que mi abuelo me había dado su lugar.
“Me quiere mucho y me cuida desde donde está”. “Abuelito, ¿me cuentas una
historia?”. “Sí, hijito, pero antes debes acostarte y recibir un beso”. “Sí,
claro, abuelito; pero te quedarás hasta que me duerma”. Sí, hijito, te lo
prometo”. “Abuelito, dime cómo era papá de niño”. “Era exactamente como tú,
cabezón, quería saber todo; un niño muy bueno y obediente”. Entonces me
hablaría del campo y de las distancias, me enseñaría a sembrar y ordeñar vacas
y a cuidar animales; todo eso que mi padre no me ha enseñado. Pienso también en
mi otro abuelo, el que mató la revolución, nadie sabe dónde está, lo más seguro
es que esté enterrado en una de las fosas comunes en Chan Chan.
Yo creo que es
triste decir: “No tengo abuelo”, es como ser doblemente huérfano. Pero yo no lo
soy, los tengo aunque estén muertos. No se los he dicho a mamá y a papá, que sé
que ese Tomás Celis que está en el cementerio Miraflores de Trujillo es mi
bisabuelo, mucho menos que voy todos los sábados por las mañanas a limpiar su
lápida, a ponerle flores y a platicar con él, le doy las gracias por haberme
salvado y por haberme legado su nombre, sí porque yo soy Tomás Santiago.
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