¿Qué
es estar enamorado? Es una cosa complicada entenderlo. Si en caso se
los preguntara a papá o a mamá, sé que no podrán aclarármelo. Mamá diría
lo de siempre, que estar enamorado es cosa de gente tonta, que un pobre
sólo debería preocuparse en trabajar, tener un techo y que comer;
¿andar de enamorado y vistiendo ropa de ruiseñor?, ¡bah!, sólo los
ricos. Papá añadiría, mientras despeina mis cabellos: “¿Enamorado tú,
negrito?, si no te sabes limpiar bien las narices”. Recurriría a hermano
Edgardo, pero casi ni nos hablábamos; siempre está fuera de casa con
sus amigos y discute conmigo porque le desagrada que tome prestado su
radio-casetera y sus cintas musicales. El único que me queda es Beto, él
sí es mi amigo; cada vez que vamos juntos al estadio a ver al Carlos A.
Mannucci, me invita a tomar un jugo o a comer helados en un café del
pasaje San Agustín. Él sí cree que seré médico, si hasta me ha prestado
dos baldores, con lo que a mí me gustan los libros, gasto el dinero para
el autobús en ellos y no me importa tener que volver a casa a pie.
Beto, después de escucharme, diría: “¡Pero, zambo, aún eres joven, ten
calma; las cosas sucederán a su tiempo, espera!”. Y yo apelaría: “¿Pero…
cuándo sabré si es el momento?, ¿habrá acaso una señal?”. Él
terminaría: “Zambo, el amor es como la fe; sólo cree en él y llegará”.
-
¡Negro! ¡Negro! –me interrumpe, mamá– ¿lleva su desayuno a tu papá?
-
Sí, mamá.
Voy
como soñando. Al cruzar hacia la otra acera de la avenida César
Vallejo, un auto viejo por poco me arrolla. El chofer baja el vidrio de
la ventana, me grita: “¡Oye, idiota, fíjate por dónde vas!”. Numerosos
curiosos se vuelven para mirarme. Me siento avergonzado, pero sigo mi
camino, de nuevo soñando. Desde la bocacalle, el jirón José Gálvez se ve
larguísimo y tortuoso, tras una fila de autos estacionados, veo el
camión de papá.
-
Papá, su desayuno.
-
Zambo, ¿te pasa algo?
-
¿A mí? Nada.
Entonces,
mi padre, masticando deprisa y deglutiendo sus sándwiches de res, y
tras beber un buen trago de té, se anima a hablarme de su trabajo, lo
duro que ésta resulta, que el carro por aquí, que las vacas por allá;
que la siembra está mal, que mira cuánto he pagado por diez bolsas de
urea. Y yo muevo la cabeza, sigo pensando en Aní. Qué bien se ve con su
cabello corto, le queda hermoso. Imagino abrazarla y besarla, que huelo
sus mejillas.
-
Zambo, hijo, ¿te sucede algo malo?, ¿te ha castigado mamá? –se interrumpe mi padre preocupado.
-
No, papá –le calmo.
Quisiera
decirle a él y a todo el mundo que estoy enamorado, que muero de amor
por Aní, que no hay cómo sacarme esta flecha; tampoco quiero, me gusta
soñar con ella... no importa si jamás despierto, no importa, no importa.
¡Aní, Aní!, ¿dónde estás?
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