“Si existe una verdad, ésta debe estar oculta en un libro”
Sé
que más de uno dio por hecho que mi destino era ser médico, cuando, a
mis catorce años, me veían entrar en la librería “Ideal” y, tras
recorrer pasillos y examinar anaqueles, echar mano de grandes tomos de
fisiología y cardiología y emprender esas lecturas de inmediato. Mi
fascinación era tal que jamás podía resistirme a hurgar entre las hojas
de un buen volumen. Visitar librerías y ferias de libreros, donde las
lecturas son diversas, era mi pasatiempo preferido. Después de examinar
con sumo detalle tipología, tamaño y color, elegía el más extraño como
si se tratara de un tesoro. Tantas veces, sentado en una banqueta,
delante de un templo, me sorprendió la noche, sumergido en una lectura
eterna.
Llegué a
poseer una cantidad importante que mi madre, al verme descuidar mis
obligaciones, los consideró un peligro y me los prohibió. Pero siempre
me las arreglaba para tener uno entre las manos y encontrar escondites
donde leer: la banca de un parque, las gradas de una plaza, el asiento
de un estadio, la cola de un cine; contradictoriamente, nunca una
biblioteca, siempre buscaba leer en estrecha soledad.
Los
libros que, en su momento, me apasionaron fueron: La Biblia, el
“Pablito” de tercero de primaria; el de tapa azul, “Los Comentarios
Reales”, que leí en sexto; el compendio celeste de Carlos Del Río León,
en segundo de secundaria, los Baldores, con sus gruesas hojas y
fotografías de sabios de turbante, que me hacían pensar en remotas
épocas, de mucha magia y sabiduría. Pero el que más me atrajo fue el
violeta de literatura de Jorge Ventura Vera, por sus dibujitos de
escritores en la esquina superior derecha, que no dudaba en copiar en mi
cuaderno, también porque en él descubrí el primer poema deslumbrante
del alma castellana: “Coplas a la muerte del maestre de Santiago” de
Jorge Manrique, escritas en pie quebrado. Y no era cosa que tuviera
preferencia por la lengua o las artes de las letras, ya que entonces me
atraían, con igual o mayor medida, las matemáticas y la biología, sino
que me sedujo la manera como se refería a la muerte. Me llevaron a
escribir mi poema “Mi amada la muerte” y tras éste, otros y otros.
Durante mucho tiempo creí, firmemente, que lo dejaría, pero nunca me
resistí a dibujar uno más. No me ha sido fácil reconocer que nací para
escribir y que es ésta mi vida: pasarme horas pegado a una máquina de
escribir.
Recuerdo
haber oído decir a más de un familiar, conocido, amigo, que la
Literatura no me llevaría a ningún lado, que lo más decente era
dedicarme a una profesión u oficio (escribir no lo es). Jamás me ha
arrepentido de haber tenido que renunciar a cuatro o cinco carreras
magníficas, entre ellas mi sueño de ser médico cardiólogo, por dedicarme
a ésta. Qué otro valor podría darle a mi vida, que el sincero acto de
ser feliz. No me imagino un solo instante sin que la Literatura
signifique todo para mí. Es una cosa empedernida; a veces, estar dentro
de una historia, me toma semanas y no me es fácil librarme. Metido hasta
el cuello, camino, voy al súper, a casa, con muchas cosas que escribir.
Y,
sin embargo, nada diferencia a ese muchachito que fui en mis primeros
años de este hombre que soy ahora. Sigo visitando las librerías y las
ferias de libros y dejándome maravillar por volúmenes de biología,
química, filosofía, matemática, literatura... nunca pierdo ocasión de
poner los ojos en una buena historia, de eso se trata mi dichosa
maldición.
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