martes, 18 de agosto de 2015

MI DESTINO

“Si existe una verdad, ésta debe estar oculta en un libro”

Sé que más de uno dio por hecho que mi destino era ser médico, cuando, a mis catorce años, me veían entrar en la librería “Ideal” y, tras recorrer pasillos y examinar anaqueles, echar mano de grandes tomos de fisiología y cardiología y emprender esas lecturas de inmediato. Mi fascinación era tal que jamás podía resistirme a hurgar entre las hojas de un buen volumen. Visitar librerías y ferias de libreros, donde las lecturas son diversas, era mi pasatiempo preferido. Después de examinar con sumo detalle tipología, tamaño y color, elegía el más extraño como si se tratara de un tesoro. Tantas veces, sentado en una banqueta, delante de un templo, me sorprendió la noche, sumergido en una lectura eterna.
Llegué a poseer una cantidad importante que mi madre, al verme descuidar mis obligaciones, los consideró un peligro y me los prohibió. Pero siempre me las arreglaba para tener uno entre las manos y encontrar escondites donde leer: la banca de un parque, las gradas de una plaza, el asiento de un estadio, la cola de un cine; contradictoriamente, nunca una biblioteca, siempre buscaba leer en estrecha soledad.
Los libros que, en su momento, me apasionaron fueron: La Biblia, el “Pablito” de tercero de primaria; el de tapa azul, “Los Comentarios Reales”, que leí en sexto; el compendio celeste de Carlos Del Río León, en segundo de secundaria, los Baldores, con sus gruesas hojas y fotografías de sabios de turbante, que me hacían pensar en remotas épocas, de mucha magia y sabiduría. Pero el que más me atrajo fue el violeta de literatura de Jorge Ventura Vera, por sus dibujitos de escritores en la esquina superior derecha, que no dudaba en copiar en mi cuaderno, también porque en él descubrí el primer poema deslumbrante del alma castellana: “Coplas a la muerte del maestre de Santiago” de Jorge Manrique, escritas en  pie quebrado. Y no era cosa que tuviera preferencia por la lengua o las artes de las letras, ya que entonces me atraían, con igual o mayor medida, las matemáticas y la biología, sino que me sedujo la manera como se refería a la muerte. Me llevaron a escribir mi poema “Mi amada la muerte” y tras éste, otros y otros. Durante mucho tiempo creí, firmemente, que lo dejaría, pero nunca me resistí a dibujar uno más. No me ha sido fácil reconocer que nací para escribir y que es ésta mi vida: pasarme horas pegado a una máquina de escribir.
Recuerdo haber oído decir a más de un familiar, conocido, amigo, que la Literatura no me llevaría a ningún lado, que lo más decente era dedicarme a una profesión u oficio (escribir no lo es). Jamás me ha arrepentido de haber tenido que renunciar a cuatro o cinco carreras magníficas, entre ellas mi sueño de ser médico cardiólogo, por dedicarme a ésta. Qué otro valor podría darle a mi vida, que el sincero acto de ser feliz. No me imagino un solo instante sin que la Literatura signifique todo para mí. Es una cosa empedernida; a veces, estar dentro de una historia, me toma semanas y no me es fácil librarme. Metido hasta el cuello, camino, voy al súper, a casa, con muchas cosas que escribir.
Y, sin embargo, nada diferencia a ese muchachito que fui en mis primeros años de este hombre que soy ahora. Sigo visitando las librerías y las ferias de libros y dejándome maravillar por volúmenes de biología, química, filosofía, matemática, literatura... nunca pierdo ocasión de poner los ojos en una buena historia, de eso se trata mi dichosa maldición.

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