Si se me permitiera
retroceder mucho tiempo atrás y revivir uno de mis momentos preferidos,
sin duda, éste sería la noche de Navidad. Desde los primeros días de
diciembre, en un rincón de la sala, hermana Elvira armaba el nacimiento
con cajas vacías y papel arrugado pintado de verde. Lo llenaba de trigo
crecido y sobre éste colocaba animalitos de plástico, yeso y arcilla
cocida. Muy cerca colocaba un árbol cargado de numerosas bombillas
multicolores. Adornaba las dos ventanas con renos y ángeles de tecnopor
recubiertos de escarcha dorada y plateada. Por último dejaba sonar un
casete de villancicos. Oyendo las dulces cancioncillas, yo sentía
abrirse el paraíso. Desde la tarde, se veía a mamá en idas y venidas
hacia la cocina. Poco a poco, se dejaba sentir, en toda la casa, el olor
a carne de pavo condimentado y, por supuesto, a panetón y leche con
chocolate. Yo esperaba todavía que oscureciera para vestirme con la ropa
que mamá había comprado a doña Mariños, días atrás. Quedaba hecho un
príncipe digno de alguna princesa. Entonces, modelando salía a jugar. En
una primera incursión, iba al patio de enfrente, a la casa del
panadero; lugar donde se reunían todos los niños de esa parte de la
calle. Luego, seguía hacía el callejón de Soto, la sastrería del papá de
Coné, el garaje de Don Eligio, los interiores de la casas de José,
Nengue y Shoga, hasta el otro lado, en Mariano Melgar. De allí, me era
más fácil llegar a la de los Amerbianchi y a la de Javier y a la tienda
de Doña Panchita, en Avelino Cáceres. En una segunda vuelta, después de
la cena, recorría las calles de Vista Alegre en busca de mi propio
milagro. A través de las puertas entreabiertas, confundidas entre luces,
adornos, árboles, nacimientos, juguetes y cenas servidas, las personas
me parecían verse como apariciones del Polo Norte. Sólo la noche de
Navidad, el cielo se abría de par en par y podía andar entre los
ángeles. Dulces y hermosas niñas, de vestidos rosas o blancos, adornados
de blondas y bobos perfumados, me deleitaban con sus rostros alegres.
Podía mirar y admirar a mi elegida todo cuánto quería, hasta que los
gallos cantaran. Luego, con el resto de amigos, emprendía la última gran
hazaña: embriagarme, con un poco de champaña o guinda robados de
nuestras casas, e ir a ver el amanecer en la playa de Buenos Aires. Qué
importaba, si después volvía a ser el pequeño demonio vestido de
pantalones desteñidos y empiolados; valía la pena haber sido un
príncipe, aunque fuera una sola vez cada año. Tiempo después, conforme
me fui haciendo mayor y solitario, salía con una novia, antes o después
de la cena, y cuando no, sólo por costumbre, me juntaba con antiguos
camaradas a ver jugar a los más chicos. Yo, sigo vistiéndome de príncipe
y saliendo a cazar ángeles, pero el cielo ya no me deja verlos. Y sólo
por no sé qué esperanza, continuo recorriendo esas calles, pretendiendo
encontrar, tras villancicos alegres, aquel Vista Alegre que era un patio
de sueño la noche de Navidad. Aunque, debo confesarlo, hoy desde un
sillón lejano y con los ojos cerrados.
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