martes, 18 de agosto de 2015

LA NOCHE DE NAVIDAD

Si se me permitiera retroceder mucho tiempo atrás y revivir uno de mis momentos preferidos, sin duda, éste sería la noche de Navidad. Desde los primeros días de diciembre, en un rincón de la sala, hermana Elvira armaba el nacimiento con cajas vacías y papel arrugado pintado de verde. Lo llenaba de trigo crecido y sobre éste colocaba animalitos de plástico, yeso y arcilla cocida. Muy cerca colocaba un árbol cargado de numerosas bombillas multicolores. Adornaba las dos ventanas con renos y ángeles de tecnopor recubiertos de escarcha dorada y plateada. Por último dejaba sonar un casete de villancicos. Oyendo las dulces cancioncillas, yo sentía abrirse el paraíso. Desde la tarde, se veía a mamá en idas y venidas hacia la cocina. Poco a poco, se dejaba sentir, en toda la casa, el olor a carne de pavo condimentado y, por supuesto, a panetón y leche con chocolate. Yo esperaba todavía que oscureciera para vestirme con la ropa que mamá había comprado a doña Mariños, días atrás. Quedaba hecho un príncipe digno de alguna princesa. Entonces, modelando salía a jugar. En una primera incursión, iba al patio de enfrente, a la casa del panadero; lugar donde se reunían todos los niños de esa parte de la calle. Luego, seguía hacía el callejón de Soto, la sastrería del papá de Coné, el garaje de Don Eligio, los interiores de la casas de José, Nengue y Shoga, hasta el otro lado, en Mariano Melgar. De allí, me era más fácil llegar a la de los Amerbianchi y a la de Javier y a la tienda de Doña Panchita, en Avelino Cáceres. En una segunda vuelta, después de la cena, recorría las calles de Vista Alegre en busca de mi propio milagro. A través de las puertas entreabiertas, confundidas entre luces, adornos, árboles, nacimientos, juguetes y cenas servidas, las personas me parecían verse como apariciones del Polo Norte. Sólo la noche de Navidad, el cielo se abría de par en par y podía andar entre los ángeles. Dulces y hermosas niñas, de vestidos rosas o blancos, adornados de blondas y bobos perfumados, me deleitaban con sus rostros alegres. Podía mirar y admirar a mi elegida todo cuánto quería, hasta que los gallos cantaran. Luego, con el resto de amigos, emprendía la última gran hazaña: embriagarme, con un poco de champaña o guinda robados de nuestras casas, e ir a ver el amanecer en la playa de Buenos Aires. Qué importaba, si después volvía a ser el pequeño demonio vestido de pantalones desteñidos y empiolados; valía la pena haber sido un príncipe, aunque fuera una sola vez cada año. Tiempo después, conforme me fui haciendo mayor y solitario, salía con una novia, antes o después de la cena, y cuando no, sólo por costumbre, me juntaba con antiguos camaradas a ver jugar a los más chicos. Yo, sigo vistiéndome de príncipe y saliendo a cazar ángeles, pero el cielo ya no me deja verlos. Y sólo por no sé qué esperanza, continuo recorriendo esas calles, pretendiendo encontrar, tras villancicos alegres, aquel Vista Alegre que era un patio de sueño la noche de Navidad. Aunque, debo confesarlo, hoy desde un sillón lejano y con los ojos cerrados.

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