martes, 18 de agosto de 2015

LA LORETANA

Y si descubriera que no soy el hombre que pensé ser, que siento el mismo desengaño que se tendría enfrente del espejo que acabara por desdibujar la imagión.
La primera vez que encontré a la Loretana fue en los temas “Qué quiere esa loretana” y “La cumbia de Oriente”, interpretados por Julio Mau. Caminaba cuatro a cinco kilómetros -que era la distancia a casa de mi hermana Margot- sólo por oírlos. Entonces hundido en un viejo sillón beige, y con los párpados cerrados, la imaginaba. La quería y no me importaba si alguien encendía las luces y me sorprendiera soñando. Sin saberlo si quiera fui alimentando en mí el deseo de encontrarla. Así nació mi viejo plan de hacer un viaje a la selva peruana, cosa que hasta hoy pospongo.
Entregado a ese presagio, en noches felices o contrariamente desdichadas, solía buscarla en los repetidos recorridos que hacía por las calles de mi pueblo. Pero cómo encuentra el amor, un chico, sin un manual y un mapa. Era atrapado por figuras hermosas, bien vestiditas y arregladitas, como quien queda perplejo ante un cuadro impresionista. Sí porque “La Loretana” ha tenido distintos rostros a lo largo de mi vida.
La primera fue una niña de quien no recuerdo su nombre ni su cara, pero sí que vivía enfrente de mi casa y que, ya queriéndola, un día de pronto se mudó con toda su familia y lloré desconsoladamente; nunca supe a dónde ir a buscarla.
La segunda, Rosa Salvatierra, una niña de cabellos largos y vincha blanca. Me ilusionaba verla venir cargando su bolsito gris, con su tierna sonrisa acompañada por hoyos. Se tomaba de mis manos y me pedía hacerle un dibujo que yo complacía con felicidad.
La tercera, Blanca Galarza, la compañera de sexto grado, la niña de ojos y dientes bonitos como los de un conejito de almohada. Me gustaba mirarla cuando brincaba vestida con ropa de deporte. Porque entonces parecía presumir de esa alegría y gracia angelical, tan natural en las criaturas nacidas para reina. También a pasar cerca, incluso detenerme, enfrente de su casa, cuando iba o venía de la playa de Buenos Aires. Tiempo después he buscado inútilmente esa casa, sin encontrarla nunca, sobre todo las noches de Navidad.
La cuarta fue Aní. ¿Aní?, bonito nombre, exacto para una criatura bella. Cada vez que lo pronuncio, aparece una mañana de pie junto a una cocina, cabellera negra y corta, piel canela y vestido floreado encima de las rodillas; ofrece, con encanto, largos hatos de manzanilla y yerba luisa. Tiene trece años y yo catorce. La contemplo, con sumo deleite y casi acariciándola, desde la tienda de mamá. Ella me corresponde con dulzura, con ternura, acaso llena de felicidad. Parecemos estar dentro de un cuento de hadas.
Nunca puedo olvidarme de ella. Entre giro y giro, siempre hay un momento en que todo se detiene y se me da por pensar en el amor, en ella, en sus ojos negros pequeños, en su cabellera corta, en su nariz fina, en su cuerpo delgado, ágil; en su piel tersa y canela que bajo su vestidito de flores se ve sensual. Cuántas veces, tras la ventana enrejada, yo la había contemplado: qué hermosa y placentera se veía con su hato de hierbas sobre el brazo. Qué suave y dulce me sabía su voz cuando la oía platicar con la doña del comedor vecino. Era entonces la chica de mi vida, eso, era lo único que sabía de ella, no conocía de dónde venía ni a dónde iba después de terminar sus ramos. Pocas veces, fuera de nuestro escenario, coincidimos: una en el pasillo de las flores, otra en la esquina de las avenidas Vallejo y Eguren. No sé por qué no me atreví a detenerla y decirle que la quería, si estaba loco por ella y verla me inspiraba una enorme confianza. No me da alegría cuando lo pienso, cuando le paso los dedos y lo miro como algo tan lejano.
La quinta fue Estela, la estudiante de la sonrisa bonita, la compañera de primer año “D” de secundaría, que disfrutaba viéndome dibujar, pintar, llenarme los cuadernos de sueños y que me pedía enseñarle cómo hacerlo. Era otra vez Aní, tenían mucha similitud en el corte de cabello, en el color de piel, en la estatura, en la voz, en los gestos. También en el carácter alegre y carismático. Me ilusioné.
Sin embargo, donde realmente encontré a “La Loretana” fue en Isabel. Me digo, con cierta sospecha, si no ha sido mi único amor, si en realidad he perseguido a las demás tan sólo por encontrarla. Ella fue la primera que supo que la quería por una miraba. Pero, tampoco olvido que antes de que Isabel se tocara en mis manos, el amor ya tenía forma. Después me atreví a ir más allá, a abordar buses hacia otros cielos; por ejemplo, darme cita en un cine y empezar a vivir la historia que había soñado tener, siendo protagonista de películas hindúes. Otras veces, me pegaba a la pantalla del televisor y la encontraba en los dibujos animados o en las series de vaqueros del oeste americano y mexicanas.
Después de eso, prima Sara llenó ese vacío, al menos eso he querido creer siempre. Sé que nadie dará crédito, porque lo sucedido parece tan simple, si lo miramos desde esta altura. Me digo, si eso mismo ocurriera ahora -que disfruto evocándola frente a una máquina de escribir-, no tendría dificultad para decir lo que quiero. No me lo impediría el trabajo, viviría el instante eternamente, yendo a prisa por una calle llena de gente; en mis días primaverales, sentiría la suave brisa del atardecer besarme el rostro y, quién sabe, sí encontraría a Aní en este
nuevo viaje.

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