martes, 18 de agosto de 2015

MI PRIMER VISTA ALEGRE

A edad madura, vuelvo a recordar aquel pueblo donde crecí. Era éste un lugar solitario de la costa, al borde de la carretera, entre la grama salada y el desierto. Cruzaban, entre sus casas del norte y del sur, polvorientas calles, líneas de veredas quebradas, distantes árboles; también ennegrecidos postes de madera que, en desordenada fila, colgaban de sus cables, restos de cometas muertos. La habitaban, además de hombres, gatos decrépitos y perros cansados que, desmotivados, bostezaban en sus puertas.
El verano era duro, el calor entraba en el polvo que, llevado por el viento, se adhería a paredes y ventanas. En invierno, este mismo polvo, jugaba con los niños, arrastraba hojas, hacía remolinos a mitad de las vías.
Su nombre se lo debe a un antiguo cartel, orillado a un lado de la carretera, que leía: “¡Disfrute del buen vino, vinos Vista Alegre!”. Los primeros viajeros, que hacían la ruta, abordo de viejos buses, al tomarlo como referencia, decían: “Oiga, usted, bajo en Vinos Vista Alegre”.
En época posterior, el vecindario llegó a limitarse por cuatro avenidas, que le dieron una forma rectangular: Al norte, la Larco iba desde Trujillo hacia la playa de Buenos Aires. Al sur, la Tres de Octubre nacía en la urbanización California, recorría paralelamente el pueblo hasta terminar también en Buenos Aires (ésta es la que, en otro tiempo, cruzábamos para ir al descampado llamado “La Polvareda” a ver jugar a nuestro quipo de fútbol “Estrella Azul”). Al este, la Huamán dejaba ver los edificios blancos de techos ocres de las residencias de Santa Edelmira y California y el viejo parque de “Los columpios” donde se jugaba hasta siempre. Al oeste, paralela al mar, la Dos de Mayo, que más allá del pueblo se abría paso entre matorrales y se llamaba carretera Industrial, marcaba la línea que la separaba de Buenos Aires, entonces pintoresco balneario de viviendas de madera, habitada por pescadores.
Años después, se construyó la plaza y entorno a ésta, la posta, el templo, el colegio primario Melvin Jones. Aún entonces, Vista Alegre no dejó de ser un lugar de calles polvorientas y gente soñadora. Amanecía llena de tibieza con un viento danzarín que hacía crujir los árboles pequeños, esparcía el polvo y dormía a sus cucos. A mediodía, los escolares se ensuciaban los uniformes en la plaza, jugando al kiwi y al encantado. Sus tardes eran cálidas y puras, el sol, acabado de bañar y perfumar, tenía un color dulce. De noche, la Luna asomaba clara entre nubes de gasa; entonces, entre la grama salada, se oía cantar a los grillos rojos.
Al principio, su historia, como la de todos los pueblos de la humanidad, empezó desde las cavernas. Así un día amaneció despertado por relojes y no por gallos amarillos, las casas de esteras y adobe pasaron a ser de ladrillos; vino el alumbrado público, el agua, alcantarillado, la televisión de pantalla de veinticuatro pulgadas a blanco y negro. Ésta trajo, con algo de retraso y juntas, noticias como las dos guerras mundiales con sus bombas, tanques, aviones y grandes buques; además, de la llegada del hombre a la Luna.
Después apareció como un pueblo mágico del oeste sudamericano. Un lugar de deportistas, guitarristas y ebrios respetables. Al pasar los ojos por sus hojas, encuentro lugares tan interesantes como las sastrerías Zarate y la del papá de Coné, en Ayacucho; la bodega de doña Balbina, en la esquina de Ayacucho y Garcilaso; el callejón de doña Adela y doña Licha; la casa de los Leivas, entre Melgar y Garcilaso; la tienda de don Paredes, en Cecilio Cox y Garcilaso, “La bombonera” enfrente de la tienda de don Neira; el colegio primario Melvin Jones, con su resbaladera y su fila de palmeras y chiras; la Plaza de Armas, en Simón Bolívar; la vieja casona de la panadería, entre 29 de octubre y Faustino Sánchez Carrión, que parecía la morada de Noel; el glorioso colegio mixto Víctor Larco, en Unanue; la plazoleta Miguel Grau, en la Dos de mayo; el malecón Colón, en el balneario de Buenos Aires; el parque de los columpios, el cerro de los incas, el taller de mecánica y el fulbito de mesa, en la avenida Huamán; la enorme iglesia del Señor de Huamán; el campo de la JAP; el camino encantado que iba desde el portal, en la avenida Huamán, hacia los cañaverales de lado sur; el río Moche y la bocana; el colegio San José; la avenida el Golf; la poza, el camino de árboles hacia la hacienda La Encalada.
Las rutas más osadas se hacían en grupos y con los mayores a la cabeza: Fernando, Gustavo, Cuchi, Edgardo, Carlos… Cruzábamos hacia la orilla opuesta de la avenida Larco, dribleábamos los basurales, atravesábamos las escasas casas del pueblo de San Vicente, seguíamos entre los sembríos de cañaverales y saltábamos canales para lograr hacernos de un buen hato de cañas quemadas.
Éste fue mi Vista Alegre, mi primer Vista Alegre, al que yo no sabía contarle las calles; bien pudo haber tenido todas las que hoy posee el mundo. Así la recordaré hasta la eternidad.

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