A edad madura, vuelvo a recordar aquel pueblo donde crecí. Era éste un
lugar solitario de la costa, al borde de la carretera, entre la grama
salada y el desierto. Cruzaban, entre sus casas del norte y del sur,
polvorientas calles, líneas de veredas quebradas, distantes árboles;
también ennegrecidos postes de madera que, en desordenada fila, colgaban
de sus cables, restos de cometas muertos. La habitaban, además de
hombres, gatos decrépitos y perros cansados que, desmotivados,
bostezaban en sus puertas.
El verano era duro, el calor entraba en el polvo que, llevado por el
viento, se adhería a paredes y ventanas. En invierno, este mismo polvo,
jugaba con los niños, arrastraba hojas, hacía remolinos a mitad de las
vías.
Su nombre se lo debe a un antiguo cartel, orillado a un lado de la
carretera, que leía: “¡Disfrute del buen vino, vinos Vista Alegre!”. Los
primeros viajeros, que hacían la ruta, abordo de viejos buses, al
tomarlo como referencia, decían: “Oiga, usted, bajo en Vinos Vista
Alegre”.
En época posterior, el vecindario llegó a limitarse por cuatro avenidas,
que le dieron una forma rectangular: Al norte, la Larco iba desde
Trujillo hacia la playa de Buenos Aires. Al sur, la Tres de Octubre
nacía en la urbanización California, recorría paralelamente el pueblo
hasta terminar también en Buenos Aires (ésta es la que, en otro tiempo,
cruzábamos para ir al descampado llamado “La Polvareda” a ver jugar a
nuestro quipo de fútbol “Estrella Azul”). Al este, la Huamán dejaba ver
los edificios blancos de techos ocres de las residencias de Santa
Edelmira y California y el viejo parque de “Los columpios” donde se
jugaba hasta siempre. Al oeste, paralela al mar, la Dos de Mayo, que más
allá del pueblo se abría paso entre matorrales y se llamaba carretera
Industrial, marcaba la línea que la separaba de Buenos Aires, entonces
pintoresco balneario de viviendas de madera, habitada por pescadores.
Años después, se construyó la plaza y entorno a ésta, la posta, el
templo, el colegio primario Melvin Jones. Aún entonces, Vista Alegre no
dejó de ser un lugar de calles polvorientas y gente soñadora. Amanecía
llena de tibieza con un viento danzarín que hacía crujir los árboles
pequeños, esparcía el polvo y dormía a sus cucos. A mediodía, los
escolares se ensuciaban los uniformes en la plaza, jugando al kiwi y al
encantado. Sus tardes eran cálidas y puras, el sol, acabado de bañar y
perfumar, tenía un color dulce. De noche, la Luna asomaba clara entre
nubes de gasa; entonces, entre la grama salada, se oía cantar a los
grillos rojos.
Al principio, su historia, como la de todos los pueblos de la humanidad,
empezó desde las cavernas. Así un día amaneció despertado por relojes y
no por gallos amarillos, las casas de esteras y adobe pasaron a ser de
ladrillos; vino el alumbrado público, el agua, alcantarillado, la
televisión de pantalla de veinticuatro pulgadas a blanco y negro. Ésta
trajo, con algo de retraso y juntas, noticias como las dos guerras
mundiales con sus bombas, tanques, aviones y grandes buques; además, de
la llegada del hombre a la Luna.
Después apareció como un pueblo mágico del oeste sudamericano. Un lugar
de deportistas, guitarristas y ebrios respetables. Al pasar los ojos por
sus hojas, encuentro lugares tan interesantes como las sastrerías
Zarate y la del papá de Coné, en Ayacucho; la bodega de doña Balbina, en
la esquina de Ayacucho y Garcilaso; el callejón de doña Adela y doña
Licha; la casa de los Leivas, entre Melgar y Garcilaso; la tienda de don
Paredes, en Cecilio Cox y Garcilaso, “La bombonera” enfrente de la
tienda de don Neira; el colegio primario Melvin Jones, con su
resbaladera y su fila de palmeras y chiras; la Plaza de Armas, en Simón
Bolívar; la vieja casona de la panadería, entre 29 de octubre y Faustino
Sánchez Carrión, que parecía la morada de Noel; el glorioso colegio
mixto Víctor Larco, en Unanue; la plazoleta Miguel Grau, en la Dos de
mayo; el malecón Colón, en el balneario de Buenos Aires; el parque de
los columpios, el cerro de los incas, el taller de mecánica y el fulbito
de mesa, en la avenida Huamán; la enorme iglesia del Señor de Huamán;
el campo de la JAP; el camino encantado que iba desde el portal, en la
avenida Huamán, hacia los cañaverales de lado sur; el río Moche y la
bocana; el colegio San José; la avenida el Golf; la poza, el camino de
árboles hacia la hacienda La Encalada.
Las rutas más osadas se hacían en grupos y con los mayores a la cabeza:
Fernando, Gustavo, Cuchi, Edgardo, Carlos… Cruzábamos hacia la orilla
opuesta de la avenida Larco, dribleábamos los basurales, atravesábamos
las escasas casas del pueblo de San Vicente, seguíamos entre los
sembríos de cañaverales y saltábamos canales para lograr hacernos de un
buen hato de cañas quemadas.
Éste fue mi Vista Alegre, mi primer Vista Alegre, al que yo no sabía
contarle las calles; bien pudo haber tenido todas las que hoy posee el
mundo. Así la recordaré hasta la eternidad.
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