martes, 18 de agosto de 2015

PAPÁ AUGUSTO

Papá llegaba a las nueve de la mañana, en su camión rojo, de Virú. Traía, en la tolva, además de cantinas de leche cremosa, campesinos de Huancaquito Bajo y El Carmelo. Yo veía, como a diario, la calle Gálvez, en el barrio Chicago, quedaba invadida no sólo por estas personas, también por otras que, provistas de cubos y detenidas en las esquinas, esperaban adquirir un poco de leche de Virú, que por su nata amarilla y buen sabor era la preferida de todos. Papá enviaba, con mi amigo “Figurita”, la mayor parte de cantinas, dentro del mercado, hacia la tienda de mamá. Hasta aquí, en una visión que puede tomarse fantástica, llegaba gente de todas partes, en grandes colas, a comprarla.
La tienda era grande y espaciosa. Mamá Genara trabajaba duro; a menudo se la veía cargando, sobres sus hombros, grandes porongos, sacos de maíz y de arroz. Quizá por eso en casa no faltaba nada de comer.
Los primeros años, papá solía presentarse tarde y despidiendo un tufo a licor; sentado en una silla de la cocina y armado de una dura cuchara, rascaba una olla de arroz cocido. Mis hermanos y yo le rodeábamos para observarlo comer. Papá, cual “Santa Claus”, nos alineaba en columna y uno a uno nos iba montando sobre sus piernas para darnos sus caricias y poner, en nuestras bocas felices, una ración de concolón. Mamá Genara, al vernos así, nos miraba con reprobación. La columna se disolvía. Yo era el único que se resistía a abandonarlo. Cada vez que él decidía marcharse, trataba de detenerlo extendiendo los brazos delante de la puerta de la casa, pero todo era inútil, papá me apartaba con facilidad. En un último intento, me sujetaba con fuerza a una de sus piernas, hasta el punto de ser arrastrado. Me sentía impotente y sufría, al ver como montado en su camión azul se alejaba. Sin embargo, no me rendía, corría detrás y sin poder alcanzarlo, me quedaba llorando en las últimas aceras, empolvado de tanta soledad. De allí volvía más triste.
Yo siempre quise a papá y él parecía corresponderme, quizá porque, según decían mis mayores, nos parecíamos mucho. “¡Zambo!”, decía cariñoso, “¡Vamos a comer!”. Nuestro lugar elegido, era un restaurante chino en la avenida Moche, al sur de la ciudad de Trujillo. Él ordenaba para ambos lo mismo: tallarín saltado, té y pan. Comíamos como si no lo hubiésemos hecho en meses. Cuando habíamos terminado, viendo como yo no le quitaba los ojos a la vitrina de los postres, papá decía, casi adivinando: “Ya veo, quieres una leche asada”.
Yo me ponía contento, mientras deleitaba de mi dulce favorito. Entonces él pasaba su mano sobre mi coronilla de tomate, diciéndome cariñoso: “¡Zambito! ¡Zambito!”. Me contemplaba como quien, frente a un espejo, se evocara a sí mismo: con ternura y amor. Ante él, yo era aquel niño triste que cobraba vida cada vez que estábamos juntos.
Así, yo recuerdo a mi padre Segundo: detenido, en la calle Gálvez, bajo la brisa tupida y melancólica de las mañanas de invierno y otoño. Lo veía llegar, primero, en su camión azul; luego, en el rojo; después como pasajero de un ómnibus verde, hasta no volver más. En mi mirada, queda esa época como una película indeleble… no se hable más.

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