martes, 18 de agosto de 2015

RETRATO DE MARÍI (Traducción en la lengua de los no inocentes: María)

Las tardes en la escuela son ociosas. Detrás de las ventanas, se oye el rumor del mar; una luz demasiada amarilla penetra por los vidrios, resbala pegajosa, cae sobre las paredes, sube sobre las butacas y el pizarrón. El maestro de turno abre la boca lentamente sin oír nada de lo que dice, todo se pega en el aire, tiene la boca abierta, negada a cerrarse; como una horrenda criatura asoma inmóvil cubierta de baba su gran campanilla. El libro azul de lenguaje sobre la carpeta, abro y dejo y vuelvo abrir, leo, imagino y marco con el lápiz. Me cuenta algo sobre un tal Estuardo y su biblioteca. Todos mis camaradas están como dormidos en la lectura y más de uno bosteza apoyado sobre su puño. Mientras tanto, leo y leo, adormecido por el viejo canto del mar.
El salón es un cubo hecho para pasar el tiempo, tomarse unas horas para soñar, ir de mundo en mundo como en el metro o tendido en un cómodo sofá enfrente de la TV. En tanto, afuera, detrás del muro, la tarde es otra tarde. Un ave vuela lentamente en el cielo. Estuardo es un tipo que tiene una surtida biblioteca; ¡sabe Dios qué libros nuevos posea, cuántos otros mundos y tardes, cuántos otros cubos, por donde se escapa el tiempo! Por uno de ellos entro al ir a casa y, por ese otro, cuando tengo a Aní enfrente mirándome con sus ojos risueños. Quizá Estuardo tenga ese otro libro que perdí –me digo-, donde Maríi me trae de la mano hasta la puerta de la escuela y yo me resisto a entrar.
─ ¡Vamos, Tomate, tienes que entrar! –dice la pobre, señalando el primer salón del lado norte.
─ ¡No!, ¡no quiero!; ¡déjame aquí! –montado, sobre una enorme piedra del lado este, una y otra vez, negándome, le respondo.
Y la pobre Maríi, adolorida como una virgen, porque yo estoy llorando, me ruega:
─ ¡Vamos, Tomatito, tienes que entrar! Porque si no tu mamá te va a castigar.
Maríi me quería, claro, aunque mamá la había traído del pueblo de Florencia de Mora para que cuide a Teresa, mi hermana menor; además, yo ya tenía siete años y no necesitaba de cuidados. Sin embargo, ella desde muy temprano me hacía el desayuno, me acomodaba la ropa, me peinaba y me daba algún cariño. Yo me recuerdo mirándola con felicidad: trenzas gruesas como de muñeca, ojos dulces, cejas ralas, cara redonda, llena de pecas marrones. Fue mi primera María, de las tantas que buenamente alegraron mi vida.
─ Maríi, yo no quiero entrar, para qué pintar y hacer caritas felices de la familia, si eso no existe –me rehuso.
─ Justamente se dibuja para que exista –apela-. Además conocerás a Tito y a Dora.
─ ¿Quiénes son ellos? –pregunto lleno de curiosidad.
─ Niños como tú, que deben jugar mucho y pintar –aclara.
Lo dice porque a mí me agrada el olor a carbón del lápiz y siempre me ve feliz, tumbado en los pisos de casa, haciendo dibujitos en hojas de cuaderno. Aun así no quiero obedecer y lloro mucho y Maríi llora conmigo. Sin embargo ella no se rinde, me limpia las lágrimas, también las suyas, e insiste, con su sonrisa escondida entre labios:
─ ¿Acaso, no quieres jugar y pintar?
─ Yo sólo quiero ser libre –la contradigo.
─ Y yo, Tomatito. ¡Ahora debes entrar! –veo sus ojos, va a llorar de nuevo.
Si hay algo con lo que no he podido lidiar nunca, son las lágrimas de una mujer, menos de una que me importe tanto. Así que, queriéndolo o no, y tomado por su mano, dejo que ella me lleve y me suelte dentro del salón. Estoy inmóvil, perdido en un mundo de niños que gritan por verse más solos y desamparados que yo. Aunque pienso escapar, atónito veo como una maestra alta y delgada, va calmando uno a uno a cada uno de los llorones; llega hasta mí, me toma por un hombro y, hablándome con mucho cariño, me hace sentar en una sillita… despierto.
El maestro tose, dice “quiero sus resúmenes sobre el escritorio, en diez minutos”. Desencadena un chirrido de lápices. Detrás del muro de la escuela, el aire de mar manotea el horizonte. Cierro el libro. Mañana, por la mañana, volveré a ver a Aní. Sonrío.

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