El día que llegué por
primera vez a la escuela, ésta no era más que un campamento de edificios
que se interponían al paso de varias calles como un milagro de la
arquitectura en el poblado de Vista Alegre. No se había levantado aún el
muro perimétrico. No se definía aquella de los árboles que va desde la
Av. Tres de octubre hacia la Plazuela Dos de Mayo, tampoco la de la
tienda de Don Tolentino, ni la que iba a casa de Pistolero ni la otra
que terminaba en la vieja casona de la panadería. Los pabellones estaban
separados por pasillos anchos, unos, y jardines cuadrados, otros (Aquí,
solíamos sentarnos a repasar nuestros libros o a deleitar los
alfeñiques de limón que una anciana, bastón en mano, vendía) Cada salón
aparecía como la repetición infinita de otra: paredes de ladrillos ocre,
techo de calamina gris; ventanas de vidrios pequeños, tragaluces
rectangulares de madera; puertas de doble hoja y de color gris, grandes
pizarrones corredizos de color verde hoja con filos caoba, separando dos
ambientes. En el lado norte, no se habían construido el proscenio, la
loza ni las gradas del patio grande. En el oeste, el rojo era solo de
piedras.
De noche, sus
bombillas cubiertas por campanas de aluminio, le hacían ver como una
estación ferrocarrilera insinuada en medio de la húmeda y pesada brisa
marina.
Los ambientes
principales estaban en el ala sur: La oficina del director se reconocía
por la que tenía, además de un ángel, un globo terráqueo pensando sobre
el escritorio. La del secretario, por los grandes estantes abarrotados
de diplomas, banderas y cuadernillos de pasta gruesa, además de
descoloridos trofeos en bronce y lata, con rótulos mohosos de campeones
de un tiempo sin fecha, que vagamente alguien recordaba a la hora de
citar a los héroes en el patio grande. Más tarde, parte del ambiente fue
cerrado debido a un incendio y utilizado, luego, como depósito de
muebles en desuso.
La
primaria, que estudiaba en los salones del lado este, formaba en una
loza de cemento donde se jugaba al fútbol. La secundaria, que tenía para
sí las del lado oeste, en una de piedras redondas, enfrente del grifo
de las aguas y los baños, donde luego se construyó el patio rojo. En
este lado estaban los talleres y laboratorios. Por entonces, el maestro
Izquierdo todavía no había tallado el mural de la insignia alada, ni
pintado el pergamino que contenía la letra del himno del colegio. En vez
de aquel arte, existía un cafetín (la tapia de loza gris era parte del
conjunto), que, durante el recreo, solía verse abarrotada de estudiantes
que no dudaban disputarse, a cocachos, sus potajes. Aquellas pugnas
eran tan encaramadas que, las bandas de los “Salvatierra-Santa María” de
la Túpac y “Mateo-Winston” de Liberación Social, llegaban, incluso, a
arrojarse las pequeñas sillas del lado este. Los “Camacho”, en cambio,
no se metían con nadie. Más tarde, el edificio acabó unido al taller de
mecánica.
No sé
cuántos años pasaron antes de que la biblioteca tuviera libros y
estantes viejos. Con el tiempo, en las aulas, aparecieron columnas
arruinadas, ventanas rotas, pisos agrietados por cuyos agujeros asomaban
las hormigas de calzón rojo que desfilaban por debajo de las mesas
pequeñas de la primaria y las altas de la secundaria.
Pero
en contraste, hubo un tiempo de oro, en la que la escuela ganó
prestigio y destacó sobre los otros de la ciudad de Trujillo. Se contaba
que había ganado galardones por doquier; como muestra de ello, la
oficina del secretario y la biblioteca guardaban trofeos, diplomas,
honores y placas, dadas alguna vez a los héroes de aquella época. Y aún
después, cuando se había perdido hegemonía en las lides, se continuó
hablando de dichos campeones en los ambientes del colegio. Y, si acaso,
surgía uno nuevo, no dudábamos en querer verlo, oírlo, admirarlo e
imitarlo. Quizá el único galardón que tuvimos por años, fue el de
campeón distrital en desfile escolar. Los regentes “Camión”, primero, y
Leopoldo, después, militarizaron la escuela con ensayos de milicia.
Ellos incitaban a ganar siempre que, ni bien llegábamos a mayo,
intensificaban los ensayos para el desfile de julio. Nuestro principal
objetivo: derrotar al colegio de Buenos Aires, José Antonio Encinas.
Podíamos perder con rivales más o menos serios, pero nunca ante éste,
era la consigna de cada año.
Así
fueron mis primeros días de escuela, así perduran en mi memoria;
recuerdo a las niñas de trenzas, mirándome con ojos grandes, en toda esa
fiesta de vocales. Después muchas cosas cambiarían empujadas por el
tiempo, que seguiría su curso como un río eterno, sin final. Hubo cosas
que amé en esos primeros días y no estuvieron de regreso nunca. Dejé
que todo pasara con la esperanza de volverlas a ver -porque yo era un
niño y pensé que así viviría siempre-, y no regresaron más.
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