martes, 18 de agosto de 2015

LA ESCUELA DEL JIRÓN UNANUE

El día que llegué por primera vez a la escuela, ésta no era más que un campamento de edificios que se interponían al paso de varias calles como un milagro de la arquitectura en el poblado de Vista Alegre. No se había levantado aún el muro perimétrico. No se definía aquella de los árboles que va desde la Av. Tres de octubre hacia la Plazuela Dos de Mayo, tampoco la de la tienda de Don Tolentino, ni la que iba a casa de Pistolero ni la otra que terminaba en la vieja casona de la panadería. Los pabellones estaban separados por pasillos anchos, unos, y jardines cuadrados, otros (Aquí, solíamos sentarnos a repasar nuestros libros o a deleitar los alfeñiques de limón que una anciana, bastón en mano, vendía) Cada salón aparecía como la repetición infinita de otra: paredes de ladrillos ocre, techo de calamina gris; ventanas de vidrios pequeños, tragaluces rectangulares de madera; puertas de doble hoja y de color gris, grandes pizarrones corredizos de color verde hoja con filos caoba, separando dos ambientes. En el lado norte, no se habían construido el proscenio, la loza ni las gradas del patio grande. En el oeste, el rojo era solo de piedras.
De noche, sus bombillas cubiertas por campanas de aluminio, le hacían ver como una estación ferrocarrilera insinuada en medio de la húmeda y pesada brisa marina.
Los ambientes principales estaban en el ala sur: La oficina del director se reconocía por la que tenía, además de un ángel, un globo terráqueo pensando sobre el escritorio. La del secretario, por los grandes estantes abarrotados de diplomas, banderas y cuadernillos de pasta gruesa, además de descoloridos trofeos en bronce y lata, con rótulos mohosos de campeones de un tiempo sin fecha, que vagamente alguien recordaba a la hora de citar a los héroes en el patio grande. Más tarde, parte del ambiente fue cerrado debido a un incendio y utilizado, luego, como depósito de muebles en desuso.
La primaria, que estudiaba en los salones del lado este, formaba en una loza de cemento donde se jugaba al fútbol. La secundaria, que tenía para sí las del lado oeste, en una de piedras redondas, enfrente del grifo de las aguas y los baños, donde luego se construyó el patio rojo. En este lado estaban los talleres y laboratorios. Por entonces, el maestro Izquierdo todavía no había tallado el mural de la insignia alada, ni pintado el pergamino que contenía la letra del himno del colegio. En vez de aquel arte, existía un cafetín (la tapia de loza gris era parte del conjunto), que, durante el recreo, solía verse abarrotada de estudiantes que no dudaban disputarse, a cocachos, sus potajes. Aquellas pugnas eran tan encaramadas que, las bandas de los “Salvatierra-Santa María” de la Túpac y “Mateo-Winston” de Liberación Social, llegaban, incluso, a arrojarse las pequeñas sillas del lado este. Los “Camacho”, en cambio, no se metían con nadie. Más tarde, el edificio acabó unido al taller de mecánica.
No sé cuántos años pasaron antes de que la biblioteca tuviera libros y estantes viejos. Con el tiempo, en las aulas, aparecieron columnas arruinadas, ventanas rotas, pisos agrietados por cuyos agujeros asomaban las hormigas de calzón rojo que desfilaban por debajo de las mesas pequeñas de la primaria y las altas de la secundaria.
Pero en contraste, hubo un tiempo de oro, en la que la escuela ganó prestigio y destacó sobre los otros de la ciudad de Trujillo. Se contaba que había ganado galardones por doquier; como muestra de ello, la oficina del secretario y la biblioteca guardaban trofeos, diplomas, honores y placas, dadas alguna vez a los héroes de aquella época. Y aún después, cuando se había perdido hegemonía en las lides, se continuó hablando de dichos campeones en los ambientes del colegio. Y, si acaso, surgía uno nuevo, no dudábamos en querer verlo, oírlo, admirarlo e imitarlo. Quizá el único galardón que tuvimos por años, fue el de campeón distrital en desfile escolar. Los regentes “Camión”, primero, y Leopoldo, después, militarizaron la escuela con ensayos de milicia. Ellos incitaban a ganar siempre que, ni bien llegábamos a mayo, intensificaban los ensayos para el desfile de julio. Nuestro principal objetivo: derrotar al colegio de Buenos Aires, José Antonio Encinas. Podíamos perder con rivales más o menos serios, pero nunca ante éste, era la consigna de cada año.
Así fueron mis primeros días de escuela, así perduran en mi memoria; recuerdo a las niñas de trenzas, mirándome con ojos grandes, en toda esa fiesta de vocales. Después muchas cosas cambiarían empujadas por el tiempo, que seguiría su curso como un río eterno, sin final. Hubo cosas que amé en esos primeros días y no estuvieron de regreso nunca.  Dejé que todo pasara con la esperanza de volverlas a ver -porque yo era un niño y pensé que así viviría siempre-, y no regresaron más.

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