martes, 18 de agosto de 2015

MI CASA GRIS

A media tarde, cuando los mayores, después del trabajo, toman la siesta, voy a sentarme en la vereda de enfrente. Desde aquí contemplo mi casa, “mi Casa Gris”. Sobre ella, un enorme sol va hacia la playa de Buenos Aires. Miro hacia ambos extremos de la calle; la encuentro tan callada: ni un solo juego, ni una sonrisa, sólo el viento suave cubre de polvo las pocas aceras y las hojas secas ruedan de aquí para allá; distantes árboles soñando. Se me da por dibujar, hacer trazos con una tiza, sobre la tierra a mis pies.
Me gusta la casa por su arquitectura hermosa, es la mejor de la calle Ayacucho. Mis padres mandaron construirla poco después del terremoto de 1970 en el terreno donde antaño había una laguna. Si la miramos desde la calle, veremos que su fachada es color gris, a excepción de los aleros y salientes verticales que son blancos y las incisiones horizontales del primer piso, entre ventanas y puertas, negras. A ambos lados van hacia adelante dos muros que, a modo de brazos, protegen a un jardín delantero rectangular, donde vive un solitario eucalipto: árbol Alberto. Él es grande, su copa sobrepasa la segunda planta. En el piso superior, a la izquierda, salta a la vista el balcón con su puerta de cedro rodeada por pequeñas ventanas de vidrios catedrales (ésta da acceso al dormitorio de mamá, la habitación más hermosa de la casa). A la derecha, una enorme ventana, compuesta, arriba, por dos espacios horizontales pequeños; abajo, por tres espacios verticales paralelos (corresponde al cuarto amarillo, el más grande de la casa). En la planta inferior, dos puertas laterales de color caoba oscuro y entre ellas, dos ventanas rectangulares gemelas y, en medio de éstas, a modo de nariz, un espacio adornado por incisiones horizontales pintadas de negro.
Si ingresábamos a la casa por la puerta izquierda, llegamos a la sala y al comedor, espacios gemelos separados por dos columnas y un arco cuadrados, y de piso ajedrezado de color negro. Adornan sus paredes verdes, tres a cuatro cuadros pequeños con marco de vidrio a rayas y fondo con motivos de navegantes; completan la muestra, un retrato de Jesús sobre el dintel de la puerta que va hacia un patio interior y uno de la última cena al fondo. Encontramos en la sala, un juego de pequeños sofás de tres piezas de color caramelo  y un televisor Phillips de veinticuatro pulgadas envuelto de mueble de madera; en el comedor, un juego holiday de color rojo con filo de aluminio y patas de hierro marrón; una vitrina con dos puertas laterales de madera y dos corredizas de vidrio transparente al centro, delante de un espacio dividido por una gran luna horizontal (donde se guarda la vajilla de loza china y otros) y un espejo posterior; una refrigeradora victoria al fondo, en una esquina.
El patio interior es pequeño y de color cemento y se prolonga hasta la segunda puerta de la calle haciendo un callejón (en el lado opuesto empieza un corralón). A su izquierda, una puerta amarilla, junto a una ventana caoba, conduce hacia la cocina. Es recorrida, de norte a sur y en ele invertida, por una tapia cubierta de azulejos blancos, intercalada con negros y turquesas en los filos; interrumpida por un grifo y un lavatorio de porcelana del lado de la ventana y una estufa de cuatro hornillas y un estupendo horno a gas en el lado oeste. Al fondo, yace una vieja, enorme y fuerte mesa de madera, que aún conserva el olor de muchos almuerzos y cenas de domingo preparados por mamá.
Desde el patio sube una escalera de cemento de gradas ocres, protegida por una baranda, hasta un pasillo angosto detrás de una tapia, en el segundo piso. En su recorrido encontramos el cuarto de baño, un dormitorio celeste, a penas del doble de ancho que el anterior, hasta llegar a un minúsculo rellano de paredes verde-nilo y piso gris, a cada lado y frente a frente, se encuentran las entradas a los dormitorios, a la izquierda  cuarto amarillo, a la derecha el de mamá. Cuarto amarillo es espacioso, está lleno de camas y un robusto ropero. Al fondo está el camarote verde que compartimos hermano Roger y yo. El piso es color cemento y tiene marcas por todas partes. Detrás de las cortinas asoma árbol Alberto sonriente. Árbol Alberto parece un niño fisgón que pega las manos y los ojos a los vidrios de cuarto amarillo. De noche, su sombra inquieta nos asusta.
Mi casa ha cambiado mucho, es cierto; sin embargo, como la recuerdo, la hace única para mí, porque en ella permanecen, todavía, guardados nuestros tesoros de infancia, los de mis hermanos y los míos.

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