A media tarde, cuando los
mayores, después del trabajo, toman la siesta, voy a sentarme en la
vereda de enfrente. Desde aquí contemplo mi casa, “mi Casa Gris”. Sobre
ella, un enorme sol va hacia la playa de Buenos Aires. Miro hacia ambos
extremos de la calle; la encuentro tan callada: ni un solo juego, ni una
sonrisa, sólo el viento suave cubre de polvo las pocas aceras y las
hojas secas ruedan de aquí para allá; distantes árboles soñando. Se me
da por dibujar, hacer trazos con una tiza, sobre la tierra a mis pies.
Me
gusta la casa por su arquitectura hermosa, es la mejor de la calle
Ayacucho. Mis padres mandaron construirla poco después del terremoto de
1970 en el terreno donde antaño había una laguna. Si la miramos desde la
calle, veremos que su fachada es color gris, a excepción de los aleros y
salientes verticales que son blancos y las incisiones horizontales del
primer piso, entre ventanas y puertas, negras. A ambos lados van hacia
adelante dos muros que, a modo de brazos, protegen a un jardín delantero
rectangular, donde vive un solitario eucalipto: árbol Alberto. Él es
grande, su copa sobrepasa la segunda planta. En el piso superior, a la
izquierda, salta a la vista el balcón con su puerta de cedro rodeada por
pequeñas ventanas de vidrios catedrales (ésta da acceso al dormitorio
de mamá, la habitación más hermosa de la casa). A la derecha, una enorme
ventana, compuesta, arriba, por dos espacios horizontales pequeños;
abajo, por tres espacios verticales paralelos (corresponde al cuarto
amarillo, el más grande de la casa). En la planta inferior, dos puertas
laterales de color caoba oscuro y entre ellas, dos ventanas
rectangulares gemelas y, en medio de éstas, a modo de nariz, un espacio
adornado por incisiones horizontales pintadas de negro.
Si
ingresábamos a la casa por la puerta izquierda, llegamos a la sala y al
comedor, espacios gemelos separados por dos columnas y un arco
cuadrados, y de piso ajedrezado de color negro. Adornan sus paredes
verdes, tres a cuatro cuadros pequeños con marco de vidrio a rayas y
fondo con motivos de navegantes; completan la muestra, un retrato de
Jesús sobre el dintel de la puerta que va hacia un patio interior y uno
de la última cena al fondo. Encontramos en la sala, un juego de pequeños
sofás de tres piezas de color caramelo y un televisor Phillips de
veinticuatro pulgadas envuelto de mueble de madera; en el comedor, un
juego holiday de color rojo con filo de aluminio y patas de hierro
marrón; una vitrina con dos puertas laterales de madera y dos corredizas
de vidrio transparente al centro, delante de un espacio dividido por
una gran luna horizontal (donde se guarda la vajilla de loza china y
otros) y un espejo posterior; una refrigeradora victoria al fondo, en
una esquina.
El patio
interior es pequeño y de color cemento y se prolonga hasta la segunda
puerta de la calle haciendo un callejón (en el lado opuesto empieza un
corralón). A su izquierda, una puerta amarilla, junto a una ventana
caoba, conduce hacia la cocina. Es recorrida, de norte a sur y en ele
invertida, por una tapia cubierta de azulejos blancos, intercalada con
negros y turquesas en los filos; interrumpida por un grifo y un
lavatorio de porcelana del lado de la ventana y una estufa de cuatro
hornillas y un estupendo horno a gas en el lado oeste. Al fondo, yace
una vieja, enorme y fuerte mesa de madera, que aún conserva el olor de
muchos almuerzos y cenas de domingo preparados por mamá.
Desde
el patio sube una escalera de cemento de gradas ocres, protegida por
una baranda, hasta un pasillo angosto detrás de una tapia, en el segundo
piso. En su recorrido encontramos el cuarto de baño, un dormitorio
celeste, a penas del doble de ancho que el anterior, hasta llegar a un
minúsculo rellano de paredes verde-nilo y piso gris, a cada lado y
frente a frente, se encuentran las entradas a los dormitorios, a la
izquierda cuarto amarillo, a la derecha el de mamá. Cuarto amarillo es
espacioso, está lleno de camas y un robusto ropero. Al fondo está el
camarote verde que compartimos hermano Roger y yo. El piso es color
cemento y tiene marcas por todas partes. Detrás de las cortinas asoma
árbol Alberto sonriente. Árbol Alberto parece un niño fisgón que pega
las manos y los ojos a los vidrios de cuarto amarillo. De noche, su
sombra inquieta nos asusta.
Mi
casa ha cambiado mucho, es cierto; sin embargo, como la recuerdo, la
hace única para mí, porque en ella permanecen, todavía, guardados
nuestros tesoros de infancia, los de mis hermanos y los míos.
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